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Este blog personal es solo eso: personal. No pretendo nada más que escribir sobre libros, autores y mis pensamientos literarios y poéticos y también sobre mis canciones favoritas. También en las páginas de Mi Arte y Recuerdos explico, con fotos, algo más de mí. En la página de Visitas España al blog pongo las banderas de las provincias españolas que me han visitado y una breve historia sobre la capital de cada provincia. De igual forma hago en la página Visitas países al blog, con la bandera del país y una breve historia sobre el mismo. Yo disfruto al máximo al escribir este blog y espero y deseo que los que entren y lo lean hagan lo mismo.

domingo, 28 de julio de 2013

Novela: A sus pies, señora mía (IV)


Novela por entregas


(Autor: Juan-Claudio Sanz)


Resumen de las entregas anteriores:

Doña Enriqueta es una viuda que vive en un pueblecito de Cuenca allá por los años 1830. A pesar de la guerra contra los franceses durante la Guerra de la Independencia y del duro reinado de Fernando VII la vida no cambia mucho en Villar del Infantado, pueblo de doña Enriqueta. Tras cinco años de viudedad decide poner remedio a su soledad y va visitar a una adivinadora que vive en las cercanías del pueblo. Ésta le pone un acertijo y le dice que cuando lo resuelva pondrá fin a sus penas y búsquedas. Decide ir a ver a la mujer del herrero, la señora del Mirlo, la cual es algo "especial".




Entrega nº 4






-3-
Doña Enriqueta visita a la señora del Mirlo
(parte dos)


(...)


La cara del herrero era de total asombro.
         -¿He oído bien? ¿Ha dicho, por casualidad, moluscos o tubos?
         -Sí –sonrió avergonzada- Sé que suena raro, don Elviro, pero es  importante que me conteste. Bueno, o a lo mejor ella toca la tuba.
         -¿Importante? ¿Por qué es importante? ¿Ha dicho si toca la tuba?
         -Necesito saberlo, sólo dígame si su esposa tiene moluscos y si estos están dentro de unos tubos, por favor, o si toca la tuba.
         -El único molusco que conozco que yo sepa no está dentro de un tubo, precisamente. Todo lo contrario, demasiado al aire está.
         -¡Huy, don Elviro, qué cosas dice! –sonrió falsamente doña Enriqueta.
         -No las digo, las padezco. Pero ya me aclarará el motivo de tan extraña consulta. Y por supuesto que  no toca la tuba.
         Don Elviro, cuando hablaba guiñaba levemente un ojo. Y eso la ponía muy nerviosa. A ella le daban ganas de guiñarlo igual. Sabía que era un defecto, incluso se decía que quien lo padecía, que solo eran hombres, era porque en alguna ocasión había mirado con ojos libidinosos a otra mujer pero, aún así, no podía evitarlo.
         -Es difícil de explicar. Solo era curiosidad. De todas formas ha sido muy amable.
         -Mire, señora. En el pueblo la llaman, la del “higo seco”. Y no creo que sea por su afición a las brevas. Sea clara y no se ande con rodeos.
         -No son rodeos, es que siento una vergüenza atroz. Y ser conocida en éste pueblo por ese mote es horripilante.
         -Pero eso tiene solución –le contestó el herrero con una sonrisa mirándola de arriba abajo.
         ¡Vaya con don Elviro! No había nada como ser soltera y estar rica como la miel para tener a los moscardones revoloteando. Tenía fama de duro y ahora que le miraba bien sabía por qué. ¡Por Dios y por la Virgen! ¿No le daba cosa de no darle cosa?
         Sería mejor dejar el asunto. De todas formas no recordaba la frase exacta de la adivinadora y no tenía ganas de explicar todo aquel asunto porque es que sonaba raro y todo. Entonces sí que la iban a poner un apodo muy a tono. Allí, por cualquier cosa, ya te ponían sobrenombres raros. Muy poca gente se libraba. Entre ellos estaba don Pascual,  el  alcalde  del pueblo.  Era  muy respetado  y querido. Era el tipo de  hombre que a ella le gustaba. Alto, moreno, no muy fuerte pero tampoco ningún flacucho, de mediana edad, pelo negro azabache con unos dientes blancos y una sonrisa cautivadora. Lástima que estuviera casado porque hombres como él había muy pocos, por no decir ninguno.
Solo le veía una pega, si es que se podía llamar pega. Era que muchas veces desprendía cierto olor, pero nada grave. La mayoría de los hombres del pueblo, si te quedabas mucho rato a su lado, o aguantabas todo lo que podías la respiración o te daban unas arcadas terribles.
         -Mire, don Elviro, no creo, pensándolo bien, que su mujer me pueda ayudar. Además quería ir a visitar a sor Concepción, ya sabe, la Trinitaria. Si el único molusco que conoce de su esposa no está entubado no importa que yo vaya a molestarla. Puede ofenderse y nada más me gustaría que sucediese. A no ser que su señora conozca a alguien que venda mejillones o toque la tuba. O tal vez sea usted quien la conozca.
         -Si mi señora esposa se ofende solo puede pasar que entre en tronía. Y eso sí que no se lo recomiendo. Ni a usted, ni a nadie del pueblo. Puede llegar a ser agónico. Pero si con suerte, ni se ofende ni pretende, puede que sí le sirva de ayuda. ¿No lo cree así? Por cierto, yo no conozco a nadie que venda mejillones ni toque esa cosa.
         -Yo ya no sé qué creer, sinceramente. ¿Usted qué cree?
         -Escúcheme bien, doña –dijo el herrero con un tono de voz algo agresivo –Es  usted la que me ha parado, la que me ha molestado. Aclárese primero antes de interrumpir con fatualidades a la gente honrada.
         ¿Fatualidades? ¿Y aquello qué significaba? ¡Y la había llamado doña,  a  secas,  así,  en  toda  su  cara! ¡Cuánta ignorancia! ¡Si ella era doña su mujer era redoña! Bueno, doña mojada, por el sudor y la humedad del  ambiente, “porque  la morsa no se lava ni por éstas” dijo haciendo la señal de la cruz con el índice de la mano y el pulgar y llevándoselos a la boca para besarlos con rabia.
         -¡Buenos días doña Enriqueta! ¡Buenos días don Elviro! –saludó una vecina del pueblo que en ese instante pasaba por delante de ellos – ¿Disfrutando de la mañana?
         -Buenos días, señora –contestó el herrero.
         Doña Enriqueta sonrió, pero por cortesía. Que se entrometieran en sus asuntos no le gustaba nada y menos que se quedaran así parados para ver que hablaban.
         Simplemente no le hicieron caso. Se miraron los dos y empezaron a caminar por la calle. De esa forma evitarían la curiosidad de la vecina.
         -Podemos ir a mi casa y ver de qué manera mi mujer le puede ayudar –dijo don Elviro algo nervioso al mismo tiempo que  tartamudeó levemente, como si estuviera pensando en otra cosa.
         Le acompañaría. Total, no tenía nada que perder. Bueno, sí, la vida pero eso como qué no le importaba demasiado. Ella era muy alegre y vital pero tanta desidia y tanta mala educación y tanta falta de…hacía que estuviera con mucha desgana.
         -De acuerdo, don Elviro –asintió sumisa.
         -Pero le aviso, no haga ninguna referencia a su gordura ni a nada que tenga que ver con el aseo personal. Que no le vea hacer ningún gesto extraño o le aseguro que sabrá lo que es El Apocalipsis.
         -Vamos, vamos. No será para tanto. A su esposa lo que le pasa es que está aburrida.
         -Aburrido estoy yo de sus efluvios primaverales. Primaverales, otoñales,    invernales    y     veraniegos.    Estoy    aburrido      de   sus extravagancias mensuales, de sus impertinencias semanales y de sus rabietas diarias. E incluso de sus paralises nocturnos que me impiden azezuyarla.
         Doña Enriqueta sonrió dándole la razón pero no entendía absolutamente nada de lo que decía. Nunca entendía nada de estas gentes y algo parecido le sucedió el tiempo que estuvo casada con su marido. Tenía una forma rara de terminar las frases. Lo de azezuyarla del señor herrero le había sorprendido. No le preguntaría por si acaso.
         Llegaron a la casa de don Elviro. Ésta tenía un gran porche interior donde estaba la entrada. Tenía dos plantas y en la de arriba había dos grandes balcones. En la parte derecha de la casa estaba la herrería. Todo estaba hecho de piedra. Era de las casas que por fuera más le gustaba a doña Enriqueta ya que por dentro no había estado nunca, ésta sería la primera vez. El hombre abrió muy despacio la puerta y le indicó a doña Enriqueta que no entrase, que se estuviese quieta y en silencio.
         -¿Querida? –preguntó tímido don Elviro- ¿Estás por aquí mi flor de mormareja?
         Silencio.                                                                                                
         -Vengo con doña Enriqueta…
         Un trueno.
         -… que te quiere consultar una cuestión.
         Un segundo trueno, éste más largo y ruidoso.
         -¡Por Dios, siempre está igual! ¿No se cansa? –exclamó el herrero con cara de angustia.
Doña Enriqueta palideció. Por instinto se apartó ligeramente de la puerta. No se fiaba.        
-Mi esposa, ¿estás indispuesta? No suena muy bien el asunto por lo que veo. Dime si podemos entrar porque no quiero que a nuestra visita le dé un trayo.
         Más silencio.                                                                               
         Y más truenos, en concreto dos.
         -Señor herrero –balbuceó doña Enriqueta –¿Ha dicho trayo o rayo? Bueno…si da igual, en serio, si eso ya vengo yo mañana.
         -Ahora o nunca. Sea valiente, mi señora, las apariencias engañan. Ya verá que no es para tanto. En realidad ella es una azucena en un campo de amapolas.
         -La madre que lo parió –pensó doña Enriqueta – ¡Una  azucena en un campo de amapolas…Si le digo yo lo que me parece qué es se va a enterar! ¡Jesús! ¿Éste olor que sale de la casa es normal? Yo me largo de aquí más rápida que una liebre con prisa.
         Don Elviro la cogió con fuerza por un brazo e hizo que pasara. Ella se dejó arrastrar, simplemente. Quería huir pero no podía. De repente sintió como un golpetazo en la cara, una fuerza invisible que la sacudió. ¡Qué barbaridad! ¡Qué olor a cerrado y qué olor a todo!
         -Recuerde, señora, no dé ninguna señal de contrariedad. Sea fuerte, cuando se acostumbre toda sensación de mareo desaparecerá.
         La cara del herrero no es que fuera mejor que la de doña Enriqueta pero se le notaba como más acostumbrado, como más hecho.
         -Pero es que se me ha revuelto el estómago, herrero del diablo. Siento  como  el  ombligo  me  ha  salido  fuera  y  como una corva me tiembla de mala manera. ¿Es grave lo que tengo? ¿Está seguro que saldré viva de ésta?

          -¡Amor! ¿Vienes a hacerme feliz, mi herrero fornido? –preguntó una voz al fondo de la casa, completamente a oscuras.
         -¡Mi princesa angustiada! Estoy aquí con la vecina de la calle de arriba. Es doña Enriqueta que viene a pedirte de unos favores.
         -¡Qué ya me lo has dicho, pesado! ¡Ya sé que está aquí esa señora! ¿Y se puede saber qué quiere de mí esa fresca? –preguntó la mujer del herrero medio enfadada.
         -Pues a ver si la puedes ayudar. Necesita saber algo de unos tubos y no sé qué de moluscos o de alguien que los venda o de alguien que toque la tuba, que no sé ni lo que es. Y por favor, mi dulce estrella polar, contente.
         -Contente tú, que ya sé que estás deseando darme arrumacos. Y no me extraña. ¡Soy irresistible!
         -¿Por qué todas las gordas dicen que están irresistibles?  –se dijo a sí misma doña Enriqueta –Además, es que huele a perro muerto por Dios. ¡Qué harta estoy de los malos olores!
         -¿Darte arrumacos, querida mía? Ahora mismo no es lo que me apetezca más. Ya sé que cuesta mucho decirte que no, pero nuestra invitada tiene cierta prisa –dijo don Elviro muy angustiado –Venga, señora Enriqueta, pregunte, pregunte.
         -¡Pues si tiene prisa ya sabe lo que tiene que hacer! –respondió algo  ofendida –Mi belleza me impide hacer las cosas de manera acelerada.
         -Pues cuando entra en tronía y encima hace la rueda coge una velocidad endiablada, la so asquerosa –pensó el herrero.
-Señora, ¿a usted la llaman Susi por casualidad? –se atrevió a preguntar doña Enriqueta finalmente.
         De nuevo se hizo un silencio extraño. Era inquietante. Demasiado silencio. Demasiada quietud.
         Doña Enriqueta estaba asustada de verdad. ¿Por qué le habría dado la idea de preguntar nada a don Elviro? Ella no sabría nada de lo que le había dicho la adivinadora; semejante bestia de campo era imposible que supiera algo. Miró al herrero, éste ya la estaba mirando con cara de interrogación y encogiendo los hombros. Le hizo un gesto con la mano para que no hiciera ni dijera nada.
         Y de repente…
         Se oyó lo que jamás se había oído. Fue corto, seco pero muy intenso. Hizo temblar toda la casa. Tocar la tuba no la tocaría pero aquello era una buena orquesta en su punto más álgido.
         Doña Enriqueta sintió en todo su cuerpo La Gran Vibración. Seguido de La Gran Ventisca. Se le movió el pelo y el vestido. El corazón, simplemente, se le paró, dejó de latir. Pero era el herrero que la había cogido de los brazos y la zarandeaba.
         Éste, después de la primera impresión, se repuso como pudo y sonrió avergonzadamente a doña Enriqueta.
         -Este ha sido de los buenos, ¿eh? –exclamó sonriendo más todavía.
         -¿Esto es a diario? –preguntó la viuda con los ojos bien abiertos.
         -¿A diario? ¡No, que va, mi señora seca! ¡Es cada  hora! Y mire por donde la hemos pillado en punto.
         -Ahora comprendo muchas cosas, don Elviro, se lo aseguro. ¡Pero que muchas cosas!
         -¿Y bien? ¿Desea alguna cosa más? ¿Quiere preguntarle otra cosa?
-He tenido más que suficiente. Ha sido muy amable. Nunca había obtenido una respuesta tan clara a una pregunta. Me voy…no sé cómo explicarle para que me entienda, me voy… muy impresionada. Esto ha sido El Gran Suceso, algo fuera de lo común. Algo que jamás podré olvidar. Gracias por su ayuda, muchas gracias.
         -Ha sido un placer, doña Enriqueta. Yo ahora iré a ver por qué no ha salido de su cuarto mi señora. Siento como ha entrado en marrunto y conformarle su cachumba es mi obligación. No se preocupe por su costerna, ya se le pasará.
         -¿Qué no me preocupe por su costerna? No, si preocupada no estoy, la verdad, ni siquiera sé lo que es costerna –pensó Doña Enriqueta muy asombrada dirigiéndose muy despacio hacia la puerta. No estaba lejos pero le pareció que estaba a varias leguas. ¿Cómo una persona podía acumular tanta potencia en su interior? Se juró a sí misma, pasara lo que pasara, no volver a aquella casa. Volver a oír a aquella moñorda le podía salir muy caro a su salud.
         -¿Ya se marcha, vecina? –preguntó la mujer del herrero desde el fondo de la casa -¿No desea quedarse un rato más? ¿Ha venido para algo, no?
         El tono de la señora del Mirlo era muy sarcástico. Entró en el salón muy sonriente, como una gran dama que entra en una recepción real.
         -Ser una buscona de ciertas “cosas” cómo usted lo hace me produce curiosidad. ¿Es cierto que se conforma con lo que sea cómo se dice por todo el pueblo y por toda la comarca? –continuó preguntando.
         El marido sintió mucha vergüenza. Aunque él no era una persona culta y no le habían enseñado modales de ricos no era tan vulgar como su esposa. Le daban ganas de mandar a esquilarla a ver si así se le iban todas aquellas tonterías de bella dama y alta alcurnia.
         -Querida; doña Enriqueta solo quería saber si en tu molusco tienes algún tubo o algo parecido. ¿Es así, verdad? –preguntó mirando a la viuda.
         ¿Pero dónde se había metido? ¡Menudo par de invertebrados! La rabia que sentía por dentro era de difícil explicación.
         -Señora del Mirlo –se atrevió a responder la viuda – Ya he visto y oído lo que es usted capaz. Mis dudas han sido resueltas completamente, se lo aseguro. No quiero molestarles más. Sigan ustedes en sus ambientes que yo me voy a tomar aire fresco que me devuelva la vida.
         -Su vida me importa bien poco. A mí solo me interesa mantener mi cuerpo lozano preparado para mi macho. Esa es mi vida. Lo demás tiene poca importancia
         Dicho esto la mujer del herrero se limitó a sonreír. Se giró e hizo algo raro con las manos. Don Elviro se dirigió hacia la puerta donde estaba ella haciendo un gesto con la mano también, pero éste era de disculpa.
         Doña Enriqueta se fue de allí muy escaldada. Nunca lo había pasado tan mal. ¡Y todo por el dichoso acertijo! Le entraron unas rabias internas que le daban ganas de volver a casa de la adivinadora y de soltarle cuatro frescas o un escobazo.
         Lo mejor era no obsesionarse y seguir su vida normal como había hecho hasta ahora. ¡Pero es que era tan tediosa y aburrida…! Aunque ella pensaba que las personas se aburren si no eran capaces de usar la inteligencia. Pero a ella no le había servido de nada. No tenía marido y vivía sola. El único familiar que tenía en el pueblo era su tía Candelaria y cuanto menos la viera mejor. ¡Menuda era su tía! ¡Deslenguada donde las hubiera!
         Salió de casa del herrero todavía con ciertos temblores en las piernas. Sintió como un pinchazo detrás de las orejas aunque al respirar aire puro de nuevo notó como le volvieron las fuerzas.
         -¡A lo mejor el cabrero puede ayudarle! ¡Una de sus cabras se llama igual que mi esposa! ¡Lo sé porque me la presentó un día!–oyó gritar a don Elviro.
         Se giró y por cortesía sonrío al herrero pero no quería entretenerse ni un instante más y aceleró el paso.
         Le entraron unos aires internos en movimiento algo molestos. A lo mejor aquello era contagioso porque ella no era de qué le pasara algo así de esa manera tan repentina. Pero como era una dama se contendría, ¡cómo debía ser!


Próxima entrega: El encuentro con la Pascualina y el alcalde

domingo, 21 de julio de 2013

Novela: A sus pies, señora mía (III)


Novela por entregas


(Autor: Juan-Claudio Sanz)


Resumen de las entregas anteriores:

Doña Enriqueta es una viuda que vive en un pueblecito de Cuenca allá por los años 1830. A pesar de la guerra contra los franceses durante la Guerra de la Independencia y del duro reinado de Fernando VII la vida no cambia mucho en Villar del Infantado, pueblo de doña Enriqueta. Tras cinco años de viudedad decide poner remedio a su soledad y va visitar a una adivinadora que vive en las cercanías del pueblo. Ésta le pone un acertijo y le dice que cuando lo resuelva pondrá fin a sus penas y búsquedas.




Entrega nº 3





-3-
Doña Enriqueta visita a la señora del Mirlo
(parte una)

         ¡Qué difícil era todo! No se iba a obsesionar con la frasecita de la adivinadora, pero reconocía que en cierta manera le intrigaba. Le dijo que cuando supiera resolver ese acertijo encontraría lo que iba buscando. Y eso era lo que le extrañaba porque lo que iba buscando era algo que tenían los hombres. Porque riquezas, amores nobles o paganos y otras cosas parecidas no le interesaba. Tampoco es que quisiera conocer a un mendigo, eso no, aunque no tenía nada en contra, pero si era de posición acomodada mejor. Y por supuesto que tuviera una cierta cultura y educación.
         Se acordó del día de su boda. Ella nació en Cabañas de la Sagra, Toledo. A los cuatro años se fue a vivir a Orgaz, en la misma provincia,  porque el trabajo de su padre así lo requirió. Y aunque se casó ahí mismo conoció al que fue su marido en Calzada de Valdunciel, en Salamanca. Lo conoció en una procesión de Semana Santa. Él era nazareno del Paso “El Cristo de los Moros”, y recuerda que destacaba sobre los demás, a pesar del capirote, por el cirio, y no se refería a la vela.
         Al acabar la procesión, cosa que verla ya de por sí era bastante agónico y agotador, sin saber cómo, él se acercó a ella. Cojeaba ligeramente y al quitarse el capirote fue cuando vio que era musulmán o eso le pareció. Después él le contaría que era mitad español y mitad mauritano. Su padre viajó a España por unos asuntos de negocio siendo joven y fue cuando conoció a su madre que era de Salamanca. Se enamoraron perdidamente pero al contrario que su caso ellos tardaron quince años en casarse.
La cojera se debía, según confesó él después, a los nervios de ir a hablar con ella. Cuando iba en procesión la vio y no pudo evitar sentir algo por dentro que le dejó tieso por fuera. Por eso cuando terminó su viacrucis la buscó entre la gente. No podía dejar escapar aquella oportunidad, siquiera de hablar con ella.
         Ella, al verlo venir, se puso nerviosa, más de lo normal. Pero es que ver a un nazareno con semejante cirio en una mano dirigiéndose a ella, y encima ser el nazareno de los dos cirios, el que vio pasar antes que tanto le llamó la atención,  hizo que sintiera ahogos y aparte de lo que todos en el pueblo decían, se le secara la garganta.
         -Buenas noches, buena samaritana. Bendito sea Dios  y Cristo Denna. Cadenas y clavos Jesús soportó. En la cruz su corona de espinas, en mi corazón sus ojos morenos posó.
         ¿Cristo Denna? ¿Y ese Cristo quién era? ¡Vaya manera más rara que tenía de hablar el nazareno! Y después de unos versos que no entendió continuó con éstas palabras:
         -Mi penitencia –continuó cambiándose el cirio de mano –ha  empezado esta noche, en cuanto la he visto. Penitente es, encadenado en su infierno de crucifijos. Mi dama serrana, acompañe con sus lágrimas de mujer mi deseo cristiano.
         No entendía absolutamente nada. ¿Qué quería decir con todo aquello? ¿Qué era, prosa dicha de manera arcaica, prosa religiosa o prosa sin prosa dicha sin prisa? ¿O simplemente era así de raro?
         Doña Enriqueta intentaba comprender aquellas palabras. Tenía, según él, un deseo cristiano, y había dicho algo de su crucifijo. Esperaba que se refiriera a otra clase de crucifijo y lo que no había entendido bien es si había dicho que era penitente o impotente pero tenía que ser lo primero por lo que estaba viendo.
         -¿Perdone, me decía algo? –acertó a preguntar.
         -No se pregunta  cuando se ama. Madre fue María y también fue esposa. Santa la hizo el hombre y Virgen la hipocresía.
         -No le comprendo, discúlpeme.
         -No comprenda ni entienda. Simplemente deje a su alma que se la lleve el viento.
         ¡Ay, dichoso mauritano! No se le entendería pero su mejor arma no era la palabra. Desde esas palabras hasta el altar pasó muy poco tiempo. Él le propuso matrimonio y ella no pudo decir que no a pesar de su olor corporal, que era muy parecido a la leche agria. El porqué los hombres no se lavaban no lo terminaba de entender y aunque a ella un cierto aroma varonil le gustaba había veces que se le removían las tripas. Pero el olor de él le parecía perfume de dioses.
         Se casaron una mañana muy fresca de un domingo muy caluroso. Ella iba más caliente que una hoguera de San Juan. Se vestido era sencillo, regalo de su madre que a su vez había pertenecido a su abuela y que según ésta era de su tatarabuela que le había dejado en herencia su bisabuela. Estaba algo amarillento, por los años que llevaba guardado, pero una lavandera del pueblo lo dejó inmaculado.
         Su mulato iba también inmaculado. Vestido para la ocasión. ¡Y hasta se había bañado! Olía a limpio y a claridad.
         -Ir tan aseado no es bueno ni para el  hombre ni para la mujer –le dijo al oído en el mismo altar.
         -Calla, que estás muy guapo, amado mío. Disfrutemos del día y del momento –le contestó ella mirándolo a los ojos y sonriendo.
         La ceremonia fue muy bonita y a la salida todo el mundo aplaudía y  gritaba,  sobre  todo las   mujeres mayores. Hasta había unos músicos, amigos de la familia, que tocaron trovadas durante todo el banquete.
         Hubo pocos invitados, los necesarios. Ella odiaba eso de que por obligación se tenía que invitar a todo el mundo, incluso a gente que no conocía. Fueron los familiares y amigos más cercanos y poco más. La única que no asistió a su boda fue su tía Candelaria. Se excusó diciendo que ella por una triste boda no se molestaba en ir desde Cuenca, que era demasiado mayor para tanto trajín. Decía siempre que tenía cinco primaveras menos que veranos cumplidos y después le daba unas carcajadas impresionantes. Lo que no entendía muy bien era de dónde sacaba aquella fuerza y vitalidad a sus años. Tal vez se debía a que era bastante deslenguada.
         -Me poseyó tres veces ese día –se dijo a sí misma muy bucólica- En tres sitios diferentes. Así de macho era mi macho. En la sacristía fue de escándalo. Incluso creí ver a un monaguillo, qué no sé qué hacía exactamente por allí, cómo nos espiaba. ¡Vaya guarrillo que estaba hecho el puñetero! En la calle no estuvo mal, nada mal y lo del zaguán fue el remate a una faena bien hecha. ¡Le echo tanto de menos!
         Doña Enriqueta siguió caminando y disfrutando de la mañana. Volvió al pueblo, a pesar de que su primera intención era visitar a la Trinitaria, por otro camino diferente al que había tomado para ir a ver a la adivinadora. A mitad de la calle, algo a lo lejos, divisó a don Elviro, el herrero del pueblo. Era algo mayor, pero muy fornido y se notaba que de joven tuvo que ser un buen mozo. Era experto con el yunque y el martillo y tenía un buen torno. Eso sí, tenía muy mala leche, algo exagerado, y según cómo le pillara el día te contestaba de una forma vulgar y a gritos. Pero su hierro forjado era famoso en toda la comarca. Nunca le había encargado ningún trabajo en particular pero se decía que para trabajos sencillos solo tardaba un mes en empezarlo y otro en acabarlo ya que era muy meticuloso y le gustaba dejarlo todo bien hecho. ¡Ah, y por supuesto, cobraba por adelantado! De los cobros se encargaba su mujer.
         Ahora había recordado que su esposa, que era algo pestilente, aparte de obesa, que eso no le molestaba, se llamaba Susana. Lo sabía porque se lo dijo ella misma en una ocasión que se encontraron en la plaza y hablaron de los nombres de la familia y sus antepasados. Y la adivinadora dijo algo de una tal Susi. Tal vez su marido la llamara así en la  intimidad  aunque en el pueblo la apodaban la señora del Mirlo.
Este apodo se lo puso ella misma. Decía que cuando era joven era bella, fragante y frágil como una libélula. Lo del Mirlo era porque era suave y sedosa como las alas del pájaro del mismo nombre. Decía también que lo que tenían que hacer las gentes del pueblo era admirarla y venerarla y darle una pequeña ofrenda diaria por tener ella que soportarlas a ellas. No solo solía presumir de una bonita e impresionante voz, si no que incluso, cada año, por las fiestas del pueblo, o sin fiestas, cuando a ella le daba la gana, por la mañana, por el atardecer y a veces hasta de madrugada, lo demostraba cantando siempre  el mismo soneto vestida de vikinga:

“¡Oh, bella sílfide y bella dama!
¡De carnes tersas y espigada figura!
¡Llena de gracia de suave escultura!
¡Divino portento de gran fama!

¡Oh, esplendorosa y bonita gacela!
¡Admirada y ansiada flor de loto!
¡De nobles pechos y corazón roto!
¡De aliento dulce de flor de canela!

¡Soy cuan pajarito multicolor!
¡Diosa del amor y la belleza!
¡De lindas formas y suave olor!

¡Los ángeles tocan con gran destreza!
¡Sus doradas arpas llenas de amor!
¡Para admirar mis labios color cereza!”


         Solo le faltaba la lira. No es que estuviera mal del todo el dichoso soneto, aunque lo de “nobles pechos” le impresionaba mucho cada vez que lo oía. Y por favor, ¡Cuan pajarito multicolor!... ¡Si era basta y deforme como una grulla insatisfecha! Pero a ver quién era capaz de llevarle la contraria. Al igual que su marido tenía muy mal temperamento. En cierta ocasión casi degüella a un vecino porque éste le dijo que era una flatulenta. Y lo que ya la sacaba de quicio era lo de “aliento dulce de flor de canela”. Era mejor no opinar.
         -¡Eh, señor herrero, buenos días tenga usted! –le espetó doña Enriqueta con una gran sonrisa.
         -¿Qué desea, señora? –contestó bastante borde don Elviro.
         -Pues verá. No sé cómo preguntárselo, ciertamente, porque me da mucho apuro, mucha vergüenza. No es que sea una pregunta muy delicada pero claro es que puede que le extrañe o le moleste y sería lo último que yo quisiera: molestarle u ofenderle. Verá, señor herrero, si quiere no es necesario que conteste, claro está, ya que la pregunta es algo así….algo así… bueno, que no es una pregunta normal y puede que le resulte raro por lo que si no quiere, ya le digo, no la conteste, en serio, no tiene porqué responderla pero si fuera tan amable de hacerlo le estaría eternamente agradecida ya que para mí es muy importante pero entiendo que por lo peculiar de la pregunta no quiera contestarla aunque si le soy sincera…
         -Señora, o me hace la pregunta o la marco como a una becerra aquí mismo.
         -Está bien, perdone –dijo doña Enriqueta sonriendo nerviosamente algo asustada porque se imaginó a don Elviro marcándola con un hierro al rojo vivo en sus nalgas –¿Su señora tiene moluscos o tubos o algo parecido? (...)



Próxima entrega: Parte dos de Doña Enriqueta visita a la señora del Mirlo


miércoles, 17 de julio de 2013

LUIS DE GÓNGORA


Biografía grandes escritores



LUIS DE GÓNGORA Y ARGOTE
(1561 - 1627)

Luis de Góngora
Góngora



Luis de Góngora y Argote nació el 11 de julio de 1561 en Córdoba y murió en la misma ciudad el año 1627 un 23 de mayo. Su padre era Francisco de Argote, juez de bienes confiscados por el Santo Oficio, y de Leonor de Góngora, de la cual toma como primer apellido (en el siglo XVI no existía el orden de apellidos por el que el del padre se ponía en primer lugar aunque eso era lo habitual) por el que es conocido el autor, la cual era una dama de la nobleza. El matrimonio tuvo tres hijos más: Francisca, María y Juan. Luis de Góngora fue un poeta y dramaturgo excepcional siendo el máximo exponente del Siglo de Oro español. La generación del 27  tomó el nombre por el trescientos aniversario de la muerte del escritor. Fue contemporáneo de Cervantes, Lope de Vega, Quevedo o Calderón de la Barca y con él se inicia el período del Barroco español.

El padre de Góngora era letrado y había estudiado en la Universidad de Salamanca. Como era hijo de un segundo matrimonio de su padre quedó sin herencia obteniendo solo una modesta pensión de alimentos. Aún así llegó a tener una gran biblioteca que creó mucha afición por la lectura a su hijo, el cual, llegó a estudiar también en la misma universidad que su padre. En 1585 Góngora se ordenó en órdenes menores y fue canónigo de la Catedral de Córdoba donde ya componía versos en un tono satírico. En 1589 viajó por diversas provincias y compuso numerosos sonetos, letrillas satíricas y líricas y romances y que músicos, como Claudio de la Sablonara, pusieron música a estos poemas.

Francisco de Quevedo
Francisco de Quevedo
(1580  - 1645). Era su
máximo enemigo, tanto
literario como
personal.
En 1612, con cincuenta y un años, compuso su famoso poema Fábula de Polifemo y Galatea y en 1613 su polémica e incompleta Soledades. Esto le llevó a un gran prestigio a pesar de tener enemigos a su estilo como Lope de Vega, clasicista, o su enemigo de toda la vida, Francisco Quevedo, perteneciente a los llamados conceptistas.

Por el contrario, apoyando al autor, hubo un gran número de seguidores, los llamados poetas culteranos, entre los cuales se hallaba Francisco de Trillo y Figueroa, el Conde de Villamedina (discípulo y gran amigo de Góngora) o Miguel Colodrero. Fue por tanto, el creador y máximo exponente de la corriente literaria llamada culteranismo o gongorismo. 

Felipe III le nombró capellán real en 1617 lo que hizo que viviera en la Corte hasta 1626, un año antes de su muerte. Góngora se arruinó ya que invirtió todo su dinero e influencias con tal de conseguir cargos a sus familiares dentro de la corte. En 1627 empeoró su salud perdiendo la memoria y se trasladó a su ciudad natal, Córdoba. Allí murió de una apoplejía el 23 de mayo dentro de una extrema pobreza.

Obra


El culteranismo de Góngora se acentúa sobre todo en su segunda época de composición a partir de 1610 donde hace uso de las metáforas de difícil composición y entendimiento, alusiones mitológicos, cultismos e hipérbatos (figura literaria que consiste en alterar el orden lógico de una oración). Los poemas de Góngora se suelen clasificar en dos categorías: poemas mayores y poemas menores. A los primeros corresponden su Polifemo y Soledades. En 1617 el rey Felipe III le nombra capellán real motivo por el cual vivió en la Corte hasta 1626 lo que hizo que se arruinara con tal de conseguir cargos para sus familiares. En 1627 Góngora empeoró de salud y pierde la memoria lo que hizo que viajara hasta Córdoba donde murió el 23 de mayo dentro de una extrema pobreza.

Soledades de Góngora
Soledades, poemas
incompletos de
Góngora. Los
compuso en 1613.
Aparte de sus famosos sonetos y composiciones poéticas también escribió obras teatrales como Las firmezas de Isabela (1613) o Comedia venatoria. A pesar de que sus obras no fueron publicadas, ya que por su época la poesía circulaba de forma manuscrita y era extraño que se publicara (él lo intentó en 1623 pero no lo consiguió), estas fueron recopiladas en cancioneros, romanceros y antologías. 

El manuscrito que recogía muchas de sus obras fue el llamado Manuscrito Chacón, copiado por Antonio Chacón Ponce de León, Señor de Polvoranca, para el conde-duque de Olivares, y que fue recopilando desde 1619, el cual contiene aclaraciones del propio Góngora y la cronología de cada poema. 

Este manuscrito transmitió la obra poética del autor cordobés aunque como fue dirigida a dicho conde no incluye las obras satíricas (en su época fue considerado un verdadero maestro de la sátira) y vulgares de Góngora. Fue publicado en 1628. Luis de Góngora fue el referente e inspirador para la futura generación del 27 ya que se le homenajeó en 1927 por numerosos poetas y escritores por el 300 aniversario de su fallecimiento, como se ha dicho al principio. Góngora es sin duda alguna, uno de los mayores escritores que ha dado la literatura española.


Letrilla: Ándeme yo caliente y ríase la gente (1581)



Traten otros del gobierno
del mundo y sus monarquías,
mientras gobiernan mis días
mantequillas y pan tierno,
y las mañanas de invierno
naranjada y aguardiente,
y ríase la gente.
9
Busque muy en hora buena
el mercader nuevos soles;
yo conchas y caracoles
entre la menuda arena,
escuchando a filomena
sobre el chopo de la fuente,
y ríase la gente.
30
Coma en dorada vajilla
el príncipe mil cuidados,
como píldoras dorados;
que yo en mi pobre mesilla
quiero más una morcilla
que en el asador reviente,
y ríase la gente.
16
Pase a media noche el mar,
y arda en amorosa llama
Leandro por ver su dama;
que yo más quiero pasar
del golfo de mi lagar
la blanca o roja corriente,
y ríase la gente.
37
Cuando cubra las montañas
de blanca nieve el enero,
tenga yo lleno el brasero
de bellotas y castañas,
y quien las dulces patrañas
del rey que rabió me cuente,
y ríase la gente.
23
Pues amor es tan crüel,
que de Píramo y su amada
hace tálamo una espada,
do se junten ella y él,
sea mi Tisbe un pastel,
y la espada sea mi diente,
y ríase la gente.            44


domingo, 14 de julio de 2013

Novela: A sus pies, señora mía (II)


Novela por entregas

(Autor: Juan-Claudio Sanz)


Resumen de la entrega anterior:

Doña Enriqueta, viuda desde hace cinco años, vive en un pueblecito muy tranquilo de la provincia de Cuenca. Corren los primeros años de la tercera década del siglo XIX. Fernando VII, rey de España, acaba de fallecer y la situación política en España es convulsa por la dictadura del rey y las consecuencias de la Guerra de Independencia contra los franceses. A pesar de todo eso se vive tranquilo en el pueblo. Pero doña Enriqueta, lleva ya, según ella, muchos años sin marido y a pesar de que ella es una señora bien acomodada  y de muy buenas costumbres y modales su deseo puede más y debido a que, aunque ella quisiera casarse de nuevo no encuentra con quien, por lo que sus deseos humanos son más fuertes. Pero para encontrar al hombre que encaje en sus gustos decide ir a ver a una adivinadora del pueblo, en la cual confía para que solucione sus problemas.


Entrega nº 2






-2-
El acertijo


         -¿Vas a entrar de una vez?- preguntó la adivinadora con una voz extremadamente ronca -¿O te vas a quedar ahí parada con cara de boba?
         -No es cara de boba –respondió doña Enriqueta, al cabo de unos segundos, muy impresionada – es cara de total sufrimiento. Creo que se me acaba de descomponer la barriga. Buenos días señora, ¿está usted bien?
         La voz de la adivinadora era de ultratumba, totalmente infernal. Un escalofrío recorrió todo el cuerpo de la viuda y jamás había sentido tanto miedo. Tanta impresión no era bueno para el corazón. Se quedó paralizada; ni avanzaba ni retrocedía.
         -Yo estoy para comerme. Bien lozana y rebosante. Tú eres la que pareces que no estás bien. Termina de entrar, cierra la puerta y no te sientes. Más que nada porque no hay sillas. ¡Y no me respondas!
         Hubo unos segundos de silencio tras lo cual se oyó de nuevo aquella voz decir:
         -¡Nada es lo que parece! ¡Lo verdadero es falso! ¡Si amas también odias!
         Esa voz… No era humana. Era profunda, luciferina, satánica. Estas últimas palabras sonaron más fuertes y más graves. Eran tenebrosas. De un terror muy difícil de explicar en una sola vida. ¡Era La Gran Voz Tenebrosa!
          Vio una figura oscura, a contraluz cerca de una ventana. Estaba de pie y parecía, no se distinguía bien, que tenía algo en la mano junto a la cara.
         Se fue acercando poco a poco hacia ella. Si no se le salía el corazón de su sitio era porque no quería pero un latido más así de fuerte y no lo contaba.
         Volvió a oír esa voz espantosa. Esta vez detrás de ella, justo por el lado de su oreja derecha. Se giró y vio pegada a ella a la adivinadora. ¿Cómo era posible? ¡Hacía un instante  que estaba  en la ventana! Ahora podía ver lo que llevaba en la mano. ¡No podía ser! ¡Era un cono como los que se hacen para las castañas pero mucho más grande el cual estaba  hecho de cartón! ¡De ahí esa voz!
         -¿Te has asustado, eh? –preguntó riéndose la vidente – Era lo que pretendía. Cuando uno siente miedo no razona, sigue su instinto. Y tú instinto ha sido seguir aquí y no salir corriendo con lo cual muy fuerte tiene que ser el motivo que te ha traído hasta mí.
         -¡Ostras con la adivinadora! ¡Y parecía tonta! –pensó doña Enriqueta. Aunque si no había salido huyendo era más bien por paralización muscular completa y no por instinto. Intentó contestar pero no le salió la voz.
         -No importa que hables, calla y escucha –dijo, ya sin el cono, la adivinadora.

Existe corazón vivo y no alma eterna
No hay contrario en la pena y la alegría
Que si de niño se lloraba también se reía
Y de amor y odio el rencor hiberna


         -No entiendo muy bien lo que quiere decir –dijo doña Enriqueta algo confundida -¿Qué me quiere dar a entender, hechicera? ¡Hable más claro por esa boca podrida!
         -¡Calla, he dicho, qué tú sí que tienes podrido lo que no digo! ¡No vuelvas a interrumpirme o lo lamentarás, viuda buscona! –contestó malhumorada la hechicera.        
Y parecía que lo decía en serio. Quedó muda y seguía con los temblores en los codos. No volvería a  hablar, por la cuenta que le traía.
         -Si unos versos no los entiendes es que eres más tonta de lo que pensaba. Escucha bien, abre tu oído. El oído, ¿entendido? y verás como las palabras cogen sentido.

Todo es cuestión de matices
Que sin cópula no existe Eros
Que el que no ve sin cerrar los ojos tiene ceguera

Ya que mujeres santas hay que son meretrices
Hombres sin alma y otros son enteros
Y que cada cual sea feliz a su manera


         -¡Dios mío, sigo sin entender a esta puñetera vieja! ¿Qué diablos querrá decir con lo de la cópula, Eros, las meretrices y los hombres sin alma? ¡Estoy perdiendo la calma y ya me está tocando las narices!
         -Vienes buscando saber cual será tu futuro. No encuentras lo que deseas pero no deseas lo que encuentras. La vida no es la que uno merece, ni siquiera es la que le dejan los demás. La vida es un momento de la muerte,  un leve despertar, un simple suspiro. Perder ese momento en búsquedas desesperadas siempre tiene el mismo destino: nada.
         La vieja adivinadora se acercó a la ventana. La luz entraba ligeramente a través de lo que parecía una cortina, porque en realidad, doña Enriqueta, no sabía que era, y dejó ver las facciones de la mujer.
         ¡Quedó sorprendida! ¡Era más fea de lo que se había imaginado! Ahora, eso sí, el tono de voz ya no era tan fantasmagórico y eso hacía mucho.
         -Señora mía –continuó la adivinadora- muestra insuficiencia emocional. Su vida ha sido adelantada en el tiempo. No pida compresión, porque no la hay. Está sola. Solo se tiene a sí misma. Le pondré un acertijo, cuando encuentre la solución tendrá la respuesta que busca. Es una frase. Y le doy un consejo, no busque respuesta lógica.


Murotluts ero ni tadnuba susir


         -Ahora vete por dónde has venido –dijo la adivinadora mientras se fue otra vez a la oscuridad del salón como si fuera levitando por el suelo.
         Doña Enriqueta no salía de su asombro. ¿Qué había dicho la vieja acertijera? ¡No había entendido nada! ¿Qué idioma era aquello? ¿Sería griego o tal vez arameo?
         -¿Le debo algo? –preguntó
         No obtuvo respuesta. Solo había un silencio absoluto. Ahora no veía ni a la vieja. ¡No estaba! Le quería pedir que repitiera esa frase tan misteriosa otra vez, porque no la había terminado de entender del todo. Le había sonado algo así como moluscos en tubos para Susi o como que en un muro una tal Susi tocaba la tuba. A lo mejor era  eso el acertijo; buscar a una vendedora de moluscos que le dijesen Susi o se llamase Susana, ¿por qué Susi venía de Susana, no? o que tocara la tuba detrás de un muro, tal vez. ¿Sería eso? Ella a veces llamaba a los gatos susi, susi. ¡Ah no, era misi, misi! ¡Menudo lío mental tenía! ¿Qué habría dicho aquella maldita adivinadora?

¡Murotluts ero ni tadnuba susir!

         ¡Virgen santa! ¡Ahora, de repente, escuchó otra vez esa voz infernal pero en su otra oreja! ¡Menudo sobresalto! Otro susto así y saldría con el pelo blanco de la casa de la adivinadora. Y el de la cabeza también. ¿Pero cómo hacía para desplazarse tan rápido?
         -He dicho lo que tenía que decir a lo que venías a buscar. Puedes marcharte.
         -¿Pero le debo algo o no? ¿Y quién es Susi? ¿Y tadnuba? ¿Qué es tadnuba? ¿Es una tuba, no? ¡Por favor ayúdeme! –preguntó algo desesperada doña Enriqueta.
         - No puedo ayudarte más. Si en cinco segundos no desapareces te echaré a los perros para que te coman el corazón y los pulmones.
         Dicho esto, la vieja adivinadora desapareció. Miró rápidamente por toda la estancia pero no estaba.  Doña Enriqueta salió rauda de la casa. No había visto ningún perro pero por si las moscas  mejor no averiguarlo porque se imaginó a una jauría comiéndose su corazón y sus pulmones y se asustó de verdad.
         Para la ayuda que le había prestado la hechicera o lo que fuera, mas le hubiera valido ni haberse molestado en ir. Aparte es que no recordaba la frasecita esa tan rara y difícil de entender. Dijo que era un acertijo ¿pero qué clase de acertijo? ¡Eso no lo entendía ni ella misma!
-¿Por qué no me ha dicho las cosas de forma clara y no con tanto misterio? –se preguntó enfadada doña Enriqueta- Todas las hechiceras,  adivinadoras,  brujas  y  demás  se  hacían  las misteriosas como si así fueran más poderosas o tuvieran vida eterna o como si esos poderes, que para ella no era más que chuflas, las convirtieran en controladoras de la vida y la muerte y decidieran sobre el destino de la gente.
         Se iría por dónde había venido y no le daría más vueltas al asunto. Aprovecharía la mañana para seguir dando un paseo por los montes, caminos y calles del pueblo. Necesitaba que le diera el aire para que se le pasara el temblor que tenía. A ella le encantaba dar paseos porque no tenía otra cosa que  hacer, la verdad. Incluso en días de invierno lo hacía a no ser que la lluvia o el viento fueran muy fuertes y se lo impidiera.



Próxima entrega: Doña Enriqueta visita a la señora del Mirlo