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Este blog personal es solo eso: personal. No pretendo nada más que escribir sobre libros, autores y mis pensamientos literarios y poéticos y también sobre mis canciones favoritas. También en las páginas de Mi Arte y Recuerdos explico, con fotos, algo más de mí. En la página de Visitas España al blog pongo las banderas de las provincias españolas que me han visitado y una breve historia sobre la capital de cada provincia. De igual forma hago en la página Visitas países al blog, con la bandera del país y una breve historia sobre el mismo. Yo disfruto al máximo al escribir este blog y espero y deseo que los que entren y lo lean hagan lo mismo.

lunes, 26 de agosto de 2013

Novela: A sus pies, señora mía (VIII)


Novela por entregas


(Autor: Juan-Claudio Sanz)


Resumen de las entregas anteriores:


Doña Enriqueta es una viuda que vive en un pueblecito de Cuenca allá por los años 1830. A pesar de la guerra contra los franceses durante la Guerra de la Independencia y del duro reinado de Fernando VII la vida no cambia mucho en Villar del Infantado, pueblo de doña Enriqueta. Tras cinco años de viudedad decide poner remedio a su soledad y va visitar a una adivinadora que vive en las cercanías del pueblo. Ésta le pone un acertijo y le dice que cuando lo resuelva pondrá fin a sus penas y búsquedas. Decide ir a ver a la mujer del herrero, la señora del Mirlo, la cual es algo "especial". El acertijo, según doña Enriqueta, habla de una tal Susi, y como la señora del Mirlo se llama Susana, ese es el motivo de ir a verla. Pero sus esperanzas son vanas, y sale de la casa lo más rápido posible ya que de lo contrario su vida corre peligro. Mientras va por las calles del pueblo en dirección a la casa de don Perico, el cabrero del pueblo, se encuentra con el alcalde, don Pascual, y su mujer, la Pascualina, la cual, tropieza y cae de bruces. Una vez que entre doña Enriqueta y el alcalde consiguen poner en pie a la Pascualina, éste, en agradecimiento, la invita a cenar a su casa. Doña Enriqueta acepta la invitación y de regreso a su casa visita al cabrero del pueblo. Lo que ve allí jamás lo olvidará y al final de su visita un chivo propina tal patada al cabrero que lo deja tendido en el suelo sin sentido. Doña Enriqueta sale del lugar huyendo despavorida. Mientras don Pascual y su mujer, la Pascualina, hablan de los preparativos para la cena.




Entrega nº 8





-2-
José Ninguno


         La decoración del salón era espectacular. Sillas doradas forradas de terciopelo rojo burdeos. Un suelo brillante como un espejo. Grandes ventanales que daba una luz especial. Lo que más le llamaba la atención era el brillo que tenía todo.
         Al fondo, justo en medio, había una gran puerta abierta que daba a otro salón. Ella caminaba lentamente hacia ahí. No sabía muy bien por qué lo hacía pero no podía estar parada. Al llegar un guardia la paró cruzando una lanza en la puerta. Era curioso pero antes no lo había visto.
         -Deténgase, dama de negro. Atienda a lo que le diga y haga todo lo que yo le indique –dijo el guardia en tono grave.
         La había llamado dama de negro y ahora que se fijaba bien iba vestida completamente de blanco. ¿A qué vendría ese apelativo?
         -Viuda es de hombre y virgen es de amor. Cuando el rey la llame a su presencia obedezca en todo lo que le indique. No sea irrespetuosa y sea muy complaciente.

         No sabía qué hacía allí pero cuando el guardia le dijo que el rey la llamaría no le sorprendió. Por alguna razón sabía que estaba en el Palacio Real pero lo que no entendía es que pretendía Pepe Botella.
-Todavía no me lo creo –exclamó en voz baja –¿Qué querrá José Ninguno? Dicen que es de aliento perruno y de un solo ojo. ¿Es posible que sea así de feo?
         El guardia retiró la lanza y la golpeó contra el suelo tres veces mientras alzaba bien la cabeza.
         -¡El rey proclama que entre la dama! –gritó –¡El rey proclama que se cierren las puertas del salón! –volvió a gritar el guardia volviendo a golpear con la lanza otras tres veces contra el suelo.
         Seguía estando muy asombrada. Todo aquello le parecía irreal porque jamás pensó en estar ante su majestad el rey. Aunque ella, ni ningún español lo consideraba el rey de España. Estaba impuesto por su hermano de manera cobarde y traicionera. Nadie quería a aquel gabacho de espantosa fealdad. Había una canción que se cantaba mucho por las calles, lo  hacían los niños mientras jugaban. Ella la aprendió de tanto escucharla.

El rey plazuelas va la corte
Con el porrón en la mano
Contento va el “Pipote”
Obedeciendo a su hermano.

Pepe Botella va asustando
A las buenas gentes de España
Derriba iglesias y conventos.

Su cuerpo se está quemando
Viene la hoz, viene la guadaña
Que arda su alma con sufrimientos.

         El segundo salón era más pequeño pero no por eso menos espectacular. Su decoración era fascinante, embaucadora. Y seguía asombrándole el brillo tan cegador de todo.
         El rey estaba de espaldas y al entrar doña Enriqueta éste se giró. Sonrió muy amablemente y dijo con acento francés:
         -Señora española; mis ojos se  nublan ante su belleza. Siéntese en éste sillón y deje que la admire.
         Ella no podía decir lo mismo de él. ¡Qué figura tan esperpéntica! Y la ropa estaba como sucia y muy arrugada;  como si no se la quitase ni para dormir. Había oído de su fealdad pero nunca pensó que lo era tanto.
         Doña Enriqueta se fue a sentar en aquel magnífico sillón, que a ella le pareció que era el trono real, cuando le cogió de la mano el monarca.
         -Todavía no se siente, señora castellana. Quiero que lea lo que pone en aquel gran cuadro que hay colgado en la pared. Venga conmigo, no se resista y no diga nada.
         ¡Pero si ella no había dicho absolutamente nada! Y no se estaba resistiendo pero al ver aquella mano tan sucia con unas uñas largas y negras ganas le dieron de hacerlo. ¡Menudo puerco! Aunque bueno, la mayoría de hombres que había conocido tenían así las uñas. A ella, eso, le daba particularmente mucho asco.
         Acompañó a José Ninguno hasta el mencionado cuadro. Estaba hecho de tela negra el fondo y sobre ésta había escrito unas frases con letras de oro. Decía lo siguiente:

“He venido a Madrid
A reinar en romance
A mandar en latín
Y a conquistar en trance
Me manda Napoleón
Quiere y es su voluntad
Que sea rey de ésta nación
Y quiero que ponga en mi blasón
José I Bonaparte, el rey lealtad”

         ¡Maldito franchute! ¿A qué venía todo eso? ¿Qué quería demostrar enseñándole aquel cuadro tan espantoso? Los franceses eran muy vanidosos; pensaban que por su revolución y por haberle cortado la cabeza a Luis XVI y María Antonieta, la Delfina, podían ser amos del mundo.
         -Señora española, mi hermano es emperador y yo rey. Francia es grande y hace grande al resto de las naciones. Vuestro pueblo nos debe pleitesía. Debemos poseer a las damas bellas españolas, aunque son escasas. La he hecho venir porque su alma es pura.
         -Majestad, todo esto es muy extraño –dijo doña Enriqueta muy nerviosa apartándose un paso del rey –Nos trata como si no fuéramos nada los españoles. ¿Qué quiere de mí realmente?
         -De vos solo me interesa su cuerpo. Usarlo por un momento. Quitarme el deseo impuro que me invade. Haré un esfuerzo y la complaceré.
         -¿Complacerme? ¡Yo no quiero sus favores! Yo solo soy una plebeya. Sois de sangre real impuesta y yo, discúlpeme, solo deseo que vos y su hermano se pudran. Odio a toda la realeza y a su corte, a sus imposiciones, a sus guerras y a sus obligaciones. ¡Jamás seré suya!
         -No se altere; ya no hay remedio. Venga, le enseñaré otra cosa –dijo el rey francés sin perder la calma.
         -¡No, no quiero verlo! –gritó la mujer apartando la vista.
         -He dicho que no se altere. Mire el cuadro de aquella pared –dijo señalando detrás de doña Enriqueta.
         ¿Más cuadros? Se giró y vio el salón vacío, completamente vació. En la pared del fondo había un único cuadro muy pequeño. Apenas si lo distinguía desde aquella distancia. Empezaron a caminar hacia él pero el cuadro seguía igual de pequeño. No llegaban nunca.
         Empezó a sentir un cansancio inexplicable. Le faltaba la respiración y notó un sudor frío. José Ninguno se sentó en el trono y comenzó a reírse a carcajadas.
         -No se preocupe. Nunca llegará a él. Quédese quieta, no se mueva y él vendrá a vos. Después venga y siéntese en el trono. Yo la espero.
         Doña Enriqueta quería chillar pero no podía. Quedó paralizada por el miedo. La pared del fondo se fue acercando a ella muy despacio. El cuadro ahora ocupaba todo el ancho y el alto del salón. En medio había escrito una frase que no entendía.
         Miró a la derecha pero el rey ya no estaba. Lo hizo por todo el salón y no lo vio. Volvió a mirar a la pared y escrita sobre ella, y no sobre el cuadro, estaba aquella frase:

Murotluts ero ni tadnuba susir


         ¿Por qué le sonaba aquella frase tanto? Estaba segura de haberla oído en algún sitio pero no lo recordaba. Si estuviera el rey tal vez él le podría explicar todo aquello, pero no estaba.
         -¿No entiende nada, verdad dama esbelta? –escuchó una voz justo detrás suya.
         Juraría que era la de Pepe Botella, el rey plazuelas, el rey ninguno, el rey españolizado. Se giró bruscamente y efectivamente era él. Estaba de pie sonriendo y señalando la pared. Ahora era altísimo, llegaba hasta el techo. Su pánico iba en aumento.
         Al volver a mirad a la pared se dio cuenta que había dos frases como la anterior escritas y estaban a la izquierda. Las leyó y vio como  había una tercera. Siguió leyendo y cada vez había una más. De repente se fijó y observó que toda la mitad izquierda estaba escrita con la frase una y otra vez. Ahora serían miles las frases escritas.
         -Majestad –balbuceó –sácame de aquí. Me estoy volviendo loca. No entiendo nada.
         -Señora; su vida no vale nada si vos no le dais valor. Su destino está en mis manos y yo solo sé cuál es. Solo si descubre que quiere decir la frase salvará su vida.
         ¿Salvar su vida? ¿Acaso pensaba quitársela? Leyó la frase repetidamente pero no conseguía entenderla.
         -¡Os lo suplico, majestad, ayudadme!
        -Mírese en aquel espejo. En él está la solución. Pero su vida aquí termina. Los franceses somos sajadores y su cabeza terminará cortada en la guillotina. ¡Guardias, llévensela! ¡Ordenen que le corten la cabeza! –gritó José Ninguno con autoridad.
         -¿Qué espejo? ¡No veo ningún espejo! –exclamó doña Enriqueta desesperada –¿La guillotina? ¿Me mandáis a la guillotina por qué no he querido acceder a sus instintos salvajes? ¡Pues prefiero la muerte! ¡Soy española y no me dejo corromper por ningún gabacho pestilente! ¡Su cuerpo, su acento y su cara me repugnan! ¡Moriré con la cabeza bien alta!
         -Todo lo contrario; morirá con la cabeza bien baja, se lo aseguro. No ha sabido escuchar, ni tan siquiera ver lo que tan claramente está ante sus ojos. Esta España es mundana, de gentes campesinas. Es tierra de conejos, estéril. Solo merecéis lo que sois. ¡Guardias, quítenla de mi presencia!
         Dos guardias reales la cogieron por los brazos y la obligaron a ir con ellos. Pasaron por una estancia llena de espejos. Las paredes estaban llenas de ellos de todos los tamaños.
         En la siguiente sala, en el centro, estaba él, José I Bonaparte. Tenía una sonrisa burlesca, prepotente. Tenía las dos manos apoyadas en sendas caderas con las piernas separadas. Doña Enriqueta miró a los lados y vio entonces que era un patio interior bastante grande. Detrás del rey había  un patíbulo y en el centro de éste una guillotina.
         -Nadie acudirá en su ayuda –le dijo el rey –Su tiempo ha finalizado. Es imposible escaparse a mi justicia. Y para que vea lo benévolo que soy la colocarán boca arriba para observar con todo detalle como la guillotina cae y le corta el cuello.
         El terror de doña Enriqueta se convirtió en aceptación. Dejó de temblar por el pánico de perder la vida. Prefería la muerte a caer en los deseos carnales e imposiciones de aquel rey francés tan pérfido.
        -¡No me da miedo la muerte, rey de pacotilla! –exclamó doña Enriqueta muy segura de sí misma –¡La prefiero antes a tan siquiera que me toque! ¡Todo vos y todo lo que le rodea me da asco! ¡No tengo marido que defenderme pero sí un pueblo que no se esconde y su muerte pretende!
         -Las pretensiones de éste pueblo son como un gorrino que engorda sin saber cuál es su destino.
         Las risotadas del rey eran enormes y no cesaban. Parecía que se había vuelto loco. Mientras, los guardias, colocaron a la desafortunada mujer en la guillotina. Lo hicieron boca arriba, como le dijo José Ninguno. Los brazos se los doblaron hacia atrás y ajustaron el artilugio para que cabeza y brazos quedaran sujetos.
         Doña Enriqueta miró la gran hoja que pendía en lo alto de su cabeza incrustada en aquel maldito invento. Brillaba de una manera espeluznante. Sabía que su hora había llegado. Cerró los ojos y esperó.
         -¡Guardias, retírense! –gritó el monarca mientras seguían sus risas diabólicas –¡Yo mismo haré de verdugo!
         El rey se acercó lentamente a ella. Sus pasos se escuchaban de manera atroz. Retumbaban como si cada paso pesara una tonelada.
         -¡Su alma no se refleja en el espejo! ¡Solo tenía que haber mirado en él! Ahora, señora, bajaré la palanca. La cuchilla hará su trabajo. Adiós, bella dama española. Su vida ahora será un sueño del cual ya no despertará.
         Doña Enriqueta escuchó como el monarca se colocaba al lado de ella. Veía de reojo el movimiento de éste cogiendo la palanca que accionaba todo aquel mecanismo. De nuevo el monarca empezó a reírse. Esta vez más fuerte que antes. Y sin parar de reírse accionó la palanca.
         La cuchilla bajaba lentamente, muy despacio. Doña Enriqueta abrió los ojos y de repente la guillotina cogió velocidad. Volvió a cerrar los ojos fuertemente y esperó el desenlace fatal.



Próxima entrega: El trovador y la cantiga



lunes, 19 de agosto de 2013

CHARLES DICKENS


Biografía grandes escritores



CHARLES JOHN HUFFMAN DICKENS
(1812 - 1870)

Charles Dickens
Charles Dickens


Charles Dickens (Charles John Huffman Dickens) nació en Portsmouth, Inglaterra, el 7 de febrero de 1812. Falleció en su casa (Gad´s Hill Place), en Kent, el 9 de junio de 1870. Considerado uno de los grandes novelistas de la literatura universal, perteneciente a la era victoriana. Su obra narrativa es famosa por su humor con una cierta crítica a la sociedad de su época. Usó en alguna obra y escritos el pseudónimo: Boz. Oliver Twist Cuento de Navidad, son sus dos obras más importantes del escritor.

Henry Fielding
Henry Fielding
(1707-1754)
Dickens era hijo de John Dickens (1786-1851) y Elizabeth Barrow (1789-1863). Su padre trabajaba como oficinista en el puerto de Portsmouth y en 1814 la familia Dickens se trasladó a vivir a Londres, cuando Charles tenía solo dos años. Con cinco la familia se volvió a trasladar, esta vez a Chatham, en Kent. Debido al derroche de su padre la familia del escritor siempre estaba endeudada y no fue hasta que Charles Dickens tuvo nueve años que empezó a recibir educación escolar alguna.

Desde muy pequeño le gustaba la lectura y leía obras como Robinson Crusoe, de Daniel Defoe o El Quijote, de Cervantes. Aunque su autor favorito era Henry Fielding, autor de Tom Jones. En 1823 la familia Dickens vivían en uno de los barrios más pobres de todo Londres: Camden Town. Al año siguiente su padre tuvo problemas con la justicia por sus deudas y fue encarcelado. El padre fue llevado a la prisión de deudores de Marshalsea donde también podían ir sus familiares, y esto fue lo que hizo la familia Dickens. Charles estuvo acogido en una casa de Little College Street.

Esto hizo que el pequeño Charles, con apenas doce años, se pusiera a trabajar en una fábrica de betún para calzado cerca de la estación ferroviaria de Charing Cross. Lo hacía en jornadas de diez horas diarias ganando seis chelines semanales.Esta mala experiencia la describió años más tarde en su novela David Copperfield (1849) la cual la describió como muy humillante y un total abandono. Aunque entre 1824 y 1826 asistió a la escuela su educación fue autodidacta. A pesar de que su familia consiguió salir de la prisión de Marshalsea la situación económica era penosa pero mejoró algo al morir la abuela materna de Charles Dickens y dejar una herencia a su padre de 250 libras. La madre de Charles quiso que su hijo siguiera en la fábrica trabajando lo cual hizo mella en el pequeño.

En 1827 Dickens se puso a trabajar como pasante en el bufete de los procuradores Ellis & Blackmore y más tarde como taquígrafo judicial. Al año siguiente colaboró como reportero en el Doctor´s Commons y más tarde como cronista parlamentario en el True Sun. Por esa época fue cuando se interesó por el teatro y se apuntó para un casting como alumno para recibir clases de interpretación pero no pudo asistir por una gripe olvidándose de su sueño de ser actor. También conoció a María Beadnell Winters, pero por problemas con la familia de ella dejó la relación tras cuatro años.En 1833 empezó a publicar, bajo el pseudónimo de Boz, una serie de originales sobre la vida cotidiana de Londres en la revista The Monthly Magazine. En 1834 fue contratado por el Morning Chronicle como periodista político y en 1836 publicó sus artículos, que habían ido apareciendo en distintas publicaciones, en un primer volumen, titulado Sketches by Boz y esto dio paso entre 1836 y 1837, por entregas, a la publicación de Los papeles póstumos del club Pickwick.

En abril de 1836 se casó con Catherine Thompson Hogarth estableciendo su residencia en Bloomsbury. El matrimonio Dickens tuvo en total diez hijos:
Catherine Thompson Hogarth
Catherine Thompson
(1815-1879)
  1. Charles Culliford Boz Dickens (1837-1896)
  2. Mary Dickens (1838-1896)
  3. Catherine Elizabeth (Kate) Macready Dickens (1839-1929)
  4. Walter Savage Landor Dickens (1841-1863)
  5. Francis Jeffrey Dickens (1844-1886)
  6. Alfred D'Orsay Tennyson Dickens (1845-1912)
  7. Sydney Smith Haldimand Dickens (1847-1872)
  8. Henry Fielding Dickens (1849-1933)
  9. Dora Annie Dickens (1850-1851)
  10. Edward Bulwer Lytton Dickens (1852-1902)         


Ese mismo año Charles Dickens aceptó un trabajo como editor en Bentley´s Miscellany, en el que estuvo hasta 1839 ya que las diferencias con el dueño del periódico fueron insalvables.  En 1837 empezó a publicar por entregas su obra cumbre Oliver Twist, un relato con muchos tintes autobiográficos. Las entregas duraron dos meses. En 1838 publicó Nicholas Nickleby y en 1840 La tienda de antigüedades. En esta obra hay pasajes inspirados en una hermana de su mujer, Nelly, la cual falleció prematuramente a los 17 años. Durante 1841 fue nombrado hijo predilecto de Edimburgo. Su fama y reconocimiento iba en aumento.En 1842 viajó por Estados Unidos junto a su esposa dando conferencias y seminarios durante los cuales reivindicó que hubiera acuerdos internacionales sobre la propiedad intelectual y en contra de la esclavitud que reflejó en la novela de viajes Notas de América. Esto hizo que la sociedad norteamericana le rechazara, la cual era muy esclavista. Pero al publicar su segunda obra cumbre, Cuento de Navidad (1843), se reconcilió con ella. Su novela Martin Chuzzlewit se publicó el mismo año.

En 1846 publicó Dombey e hijo con un estilo diferente ya que si hasta entonces su obra era muy improvisada y natural ahora era más estudiada y planificada con muchos recursos novelísticos. En 1849 fundó el semanario Household Words y publicó otra de sus obras cumbre: David Copperfield. En 1852 publicó Casa desolada y en 1854 Tiempos difíciles. Durante estos años viajó por Italia, Suiza y Francia. Charles Dickens conoció a Alejandro Dumas y a Julio Verne. Debido a su ya gran fama y a sus peticiones con sus editores, referente a sus ingresos, rompió con ellos ya que estos no se avenían a aumentarlos. Al tener nuevas necesidades económicas fundó el Daily News, organizó obras teatrales y dio numerosas conferencias donde insistía en los derechos de autor y defendía la prostitución y condenaba la pena de muerte. En 1856 su popularidad y fortuna le permitió comprar una casa que siendo niño él soñaba con habitarla. Se trataba de Gad´s Hill Place, ubicada en Higham, Kent. El lugar sirvió de inspiración a William Shakespeare para su obra Enrique IV (Primera parte).


Charles Dickens junto a sus hijas Mary 'Mamie' y Kate
Charles Dickens con
sus hijas Mary y Kate
Desde 1850 la salud de Dickens había ido empeorando poco a poco y fue agravada por la muerte de su padre y de su hija Dora, que estaba a punto de cumplir los ocho meses, en 1851. Esto hizo mella en el matrimonio Dickens. En 1855 Charles intentó volver con su antiguo amor, María Beadnell, pero ella estaba casada y ya no sentía por él ese amor romántico de la primera vez. Esto cambió el carácter de Dickens y sus mismos amigos comentaban que no era el mismo.

En 1857 conoció a la actriz Ellen Ternan (él tenía 45 años y ella 18) y fue lo que hizo que el matrimonio se separara en 1858. No se divorciaron porque la sociedad victoriana de la época no lo permitía y Dickens mantuvo con una paga a su mujer durante 20 años hasta la muerte de ella en 1879 y a pesar de que él falleció en 1870. A pesar de todo, Dickens siguió escribiendo y se refugió en casa de su amigo, también escritor, Wilkie Collins, uno de los creadores del género novela policíaca y de misterio. En 1859 publicó Historias de dos ciudades y en 1860 Grandes esperanzas. En 1863 fundó, entre otros, The Arts Club, un lugar de reunión para artistas y escritores. Uno de sus integrantes más famosos, James McNeill Whistler, se separó en 1851 para fundar su propio club rival de arte; el Chelsea Arts Club.

En 1865 mientras regresaba de un viaje por Francia para ir a ver a Ellen Ternan, el escritor sufrió un accidente de tren en Staplehurst, Kent (Inglaterra). El ferrocarril descarriló y los primeros vagones cayeron por un puente. El vagón en el que viajaba Dickens fue el único de primera clase que no cayó por el puente. Estuvo ayudando a los heridos y regresó al vagón para recuperar el manuscrito de su obra Nuestro amigo mutuo, el cual todavía no estaba terminado. Esta terrible experiencia le sirvió como inspiración para escribir en 1866 El guardavía, su última novela completa.

Charles Dickens, en sus últimos años y a pesar de su salud, siguió escribiendo. Empezó a escribir El misterio de Edwin Drood, obra que dejó inconclusa. También siguió con sus conferencias y a volver a escribir en el Old Year Magazine, cosa que hizo hasta su muerte. Fue recibido por la reina Victoria de Inglaterra y en 1869 Dickens presidió el Birmingham and Midland Institute. El 9 de junio de 1870 Charles Dickens murió por una apoplejía que había sufrido el día anterior. Perdió la consciencia, la cual ya no recuperaría. Fue enterrado, cinco días más tarde, en la Esquina de los Poetas de la Abadía de Westminster.

Charles Dickens es, sin duda, uno de los grandes escritores de la literatura inglesa y universal. Su estilo peculiar, la forma en que enfoca sus novelas (con muchos apuntes biográficos) y sus personajes son los que le dieron fama y han hecho de él uno de los mejores escritores de toda la historia.




Obras de Charles Dickens:

  • Los papeles póstumos del Club Pickwick (1836)
  • Oliver Twist (1837)
  • Nicholas Nickleby (1838)
  • La tienda de antigüedades (1840)
  • Barnaby Rudge (1841)
  • Cuento de Navidad (1843)
  • Martin Chuzzlewit (1843)
  • Dombey e hijo (1846)
  • David Copperfield (1849)
  • Casa desolada (1852)
  • Tiempos difíciles (1854)
  • La pequeña Dorrit (1855)
  • Historia de dos ciudades (1859)
  • Grandes esperanzas (1860)
  • Nuestro común amigo (1864)
  • El guardavía (1866)

domingo, 18 de agosto de 2013

Novela: A sus pies, señora mía (VII)


Novela por entregas


(Autor: Juan-Claudio Sanz)


Resumen de las entregas anteriores:

Doña Enriqueta es una viuda que vive en un pueblecito de Cuenca allá por los años 1830. A pesar de la guerra contra los franceses durante la Guerra de la Independencia y del duro reinado de Fernando VII la vida no cambia mucho en Villar del Infantado, pueblo de doña Enriqueta. Tras cinco años de viudedad decide poner remedio a su soledad y va visitar a una adivinadora que vive en las cercanías del pueblo. Ésta le pone un acertijo y le dice que cuando lo resuelva pondrá fin a sus penas y búsquedas. Decide ir a ver a la mujer del herrero, la señora del Mirlo, la cual es algo "especial". El acertijo, según doña Enriqueta, habla de una tal Susi, y como la señora del Mirlo se llama Susana, ese es el motivo de ir a verla. Pero sus esperanzas son vanas, y sale de la casa lo más rápido posible ya que de lo contrario su vida corre peligro. Mientras va por las calles del pueblo en dirección a la casa de don Perico, el cabrero del pueblo, se encuentra con el alcalde, don Pascual, y su mujer, la Pascualina, la cual, tropieza y cae de bruces. Una vez que entre doña Enriqueta y el alcalde consiguen poner en pie a la Pascualina, éste, en agradecimiento, la invita a cenar a su casa. Doña Enriqueta acepta la invitación y de regreso a su casa visita al cabrero del pueblo. Lo que ve allí jamás lo olvidará y al final de su visita un chivo propina tal patada al cabrero que lo deja tendido en el suelo sin sentido. Doña Enriqueta sale del lugar huyendo despavorida. 




Entrega nº 7





Capítulo segundo

“Acortar la esperanza del remordimiento
Sueños libres en sueños adormecidos
Esclavo del amor, libre de odios aprendidos
Caminar olvidando el atrás sangriento”



-1-
Don Pascual habla con su esposa de la cena


         La vida no era fácil en el pueblo. Y mucho menos para el alcalde. No solo tenía que aguantar a la gente y a sus rarezas y administrar los bienes, si no lo peor: tenía que aguantar a su señora y no administrar sus bienes, porque no tenía ninguno, si no… sus grasas.
         En realidad, él nunca la veía comer en exceso. Todo lo contrario, la controlaba mucho y le insistía permanentemente en que no debía comer por comer. Ella decía que hasta el agua le engordaba, porque no ingería alimentos como para que estuviera así.
         Es verdad que algún atracón sí que se había dado. Pero eso lo hacía todo el mundo aunque verla comer con ansia era un espectáculo sorprendente. Empezaba a salivar de una forma antes de empezar a masticar que uno tenía que mirar a otro lado. Una vez hizo un cabritillo asado que tenía que durar todo el día y cuando llegó el alcalde para almorzar solo quedaban los huesos. Ella dijo que fue probándolo de sal y que cuando se dio cuenta ya no había carne ninguna. Pero esto eran las excepciones. Su esposa era muy responsable y hacía todo lo posible por no engordar.
         Él, cada vez que podía, la acompañaba a dar un paseo. La acompañaba no; la obligaba. Es lo que había hecho por la mañana cuando su esposa tropezó y cayó al suelo. Menos mal que estaba por allí doña Enriqueta y le pudo dar una mano para levantarla. Sin su ayuda, seguramente, su mujer hubiese fallecido por asfixia por presión de su propio cuerpo. No podía estar tumbada por dicho motivo, de hecho, por la noche tenía que dormir sentada, con una almohada en la espalda, apoyada en el respaldo de la cama.
         Había noches que roncaba y cuando esto sucedía era lo peor que podía suceder. Dormía con la boca abierta y más de una vez pensó en meterle un trapo y que se ahogara pero siempre se contenía.
          Aparte, había algo en su interior que hacía que la mirase con ojos de enamorado, cosa que no terminaba de entender muy bien. Él no discriminaba a nadie por su físico pero lo de su esposa es que era diferente. Cualquier persona, en su sano juicio, la repudiaría y saldría huyendo. Y ya no solo era su aspecto, que no lo cuidaba para nada, si no sus formas y su mala educación. Tenía sus propias ideas sobre cualquier aspecto de la vida pero era la forma de decirlas. Era muy vulgar y burda.
         Después de la caída, don Pascual llevó a su mujer a su casa y la acostó para que descansara. No la quiso despertar ni para el almuerzo. Fue un momento de verdadera paz para él. Comió tranquilo y se sentó en su mecedora favorita  donde solía echarse la siesta.
         Al despertar de ésta vio que su mujer seguía durmiendo pero no en su cama, sino en la otra mecedora que habían hecho construir a propósito para ella. ¡Qué visión más espeluznante! Siempre dormía así, en esa postura y… ¡desnuda! Decía que le molestaba la ropa. Tomó aire y aprovechó para asearse un poco. Después se marcharía a la alcaldía. Ya había quedado con su mujer que él iría a trabajar y que ella se encargaría de la cena. Tenían de todo y no era necesario comprar nada extra. Le dijo que no se preocupara, que ella prepararía una cena sorpresa y que sus invitados iban a quedar encantados.
         Eso no sabía si tomárselo bien o mal. Fue el tono con el que lo dijo que le preocupó algo. Pero vamos, no creía que nada saliera mal. Él era el alcalde y tenía que quedar magníficamente con sus invitados de esa noche. Ella en eso llevaba mucho cuidado y mantenía las formas.
         Abrió la puerta de la calle con mucho cuidado para no despertar a su mujer. Después volvería a por ella para ir al funeral en memoria de sus padres fallecidos hacía unos años.
         Cuando se giró para cerrar la puerta desde la calle la vio. Vio a su señora al fondo sonriendo y mirándolo fijamente. ¡Era una visión diabólica! El corazón casi se le paró del susto.
         -¿Dónde vas, esposo mío? –preguntó con voz ronca de recién levantada.
         -Donde me sale del pimiento morrón –pensó don Pascual apretando los dientes –Voy a la alcaldía, mi cara bonita. Tengo que despachar unos asuntos importantes –le dijo con voz cariñosa.
         -¿Más importante que yo?
         -Más importante que tú no hay nada, ya lo sabes, amada mía. Pero soy el alcalde y tengo la obligación de ir. Ya me marchaba.
         -Me he levantado con mucha energía. La siesta me ha sentado muy bien. Y eso que no he comido nada. Me siento ligera como el viento y la brisa del mar.
         -Guárdate las energías para esta noche. Recuerda que tenemos invitados para cenar. Y antes hay que ir a la iglesia por lo de la misa.
         No le hizo mucha gracia a la Pascualina que le recordara su marido lo de la cena. A ella esos compromisos la ponían nerviosa. Había mucha falsedad en todas esas reuniones. La gente solo aparentaba y hablaban siempre  hipócritamente. El alcalde le decía que había que ser formal y diplomático y no decir las cosas tan directamente. Había que ser fina y educada.
         A ella tanta finura y tanta educación le cansaba. Sabía que era la mujer del alcalde y tenía que dejarlo, siempre, en buen lugar. Y en buen lugar lo dejaba. A quien se atreviera a meterse con él o hablar mal simplemente lo aplastaba.
         -Lo tengo ya todo pensado. Tendrán, tus invitados, la cena que se merecen. Yo me ocuparé de todo.
         -Nuestros invitados.
         -¿Cómo?
         -Son nuestros invitados, no mis invitados. Yo invité a doña Enriqueta y a su tía Candelaria. Y tú a don Alfonsino, su hermana doña Milagros y a la Trinitaria.
     -Bueno, da igual de quien sean los invitados. Tendrán una recepción que jamás olvidarán –dijo la Pascualina mientras se sentaba en la mecedora de su marido. Se sentó de golpe y ésta crujió pero no se llegó a romper pero cualquier día lo haría.
         -¿Has pensado en lo que vas a hacer de cenar? –preguntó el alcalde muy preocupado.
         -Ya te dije antes que era una sorpresa. Vete a laborar tranquilo. Yo mientras tanto prepararé todo y me vestiré para estar lista para cuando vengas a buscarme para ir a la iglesia.
         -¿Pero no me puedes dar una pista, mi flor de romero?
         -Si me das un beso apasionado te doy una pista, becerro mío –le dijo la Pascualina toda zalamera mientras cerró los ojos y preparó los labios juntándolos y haciendo un morrito.
         Después de un minuto de silencio volvió a insistir.
         -Estoy esperando, querido –exigió la mujer volviendo a poner los labios como antes.
         Volvió a pasar otro minuto y no hubo respuesta.
         Abrió los ojos y no vio a su marido. Incluso la puerta de la calle estaba cerrada. ¿Qué le habría pasado? Si estaba ahí mismo  hablando con ella. Salió a la calle toda preocupada por si le había sucedido algo.
         Miró a la derecha y no estaba. Miró a la izquierda y tampoco estaba. Quien sí estaba era la señora que le dijo a doña Enriqueta que llamara con más fuerza a la casa del cabrero y que la saludó cuando hablaba con don Elviro, el herrero del pueblo.
         -¿A quien busca señora alcaldesa?
         La Pascualina la miró con cara de circunstancias y algo asesina. Pero a lo mejor sabía algo.
         -Buscaba a mi esposo. Estaba aquí ahora mismo.
       -Si lo sé. Pasaba por aquí y he visto que hablaba con usted. Le iba a saludar cuando ha salido corriendo despavorido. Nunca había visto hacerlo tan de prisa en mi vida. ¿Qué le habrá pasado? ¿Lo sabe?
         -Señora; la curiosidad mató al gato. ¿No tiene nada mejor qué hacer?
         -Pues no, no tengo nada mejor que hacer. Solo me preocupo por la gente por si necesita ayuda. ¿Es que se han discutido?
         -Señora; la curiosidad mató al gato. Segunda vez que se lo digo. A la tercera le suelto tal guantazo que se traga todos esos dientes podridos que tiene.
         La Pascualina miró con tal odio a la señora que ésta desvió la mirada y se  hizo la despistada. En ese instante pasaba una vecina y fue a saludarla como si no hubiese pasado nada.
         -Ya pillaré a mi marido, ya. Éste se va a enterar por dejarme así. Ni siquiera se ha despedido. Lo había visto muy pusilate, no sé por qué. Pero me tendré que conformar.
         Se metió de nuevo en la casa y se volvió a sentar en la mecedora. Tenía que descansar y tenía tiempo suficiente para preparar la cena. Cerró los ojos y suspiró profundamente y empezó a balancearse. La mecedora crujió de nuevo pero ella se balanceó más deprisa. Eso la aireaba y hacía que se sintiera bien.


Próxima entrega: José Ninguno

domingo, 11 de agosto de 2013

Novela: A sus pies, señora mía (VI)


Novela por entregas


(Autor: Juan-Claudio Sanz)


Resumen de las entregas anteriores:

Doña Enriqueta es una viuda que vive en un pueblecito de Cuenca allá por los años 1830. A pesar de la guerra contra los franceses durante la Guerra de la Independencia y del duro reinado de Fernando VII la vida no cambia mucho en Villar del Infantado, pueblo de doña Enriqueta. Tras cinco años de viudedad decide poner remedio a su soledad y va visitar a una adivinadora que vive en las cercanías del pueblo. Ésta le pone un acertijo y le dice que cuando lo resuelva pondrá fin a sus penas y búsquedas. Decide ir a ver a la mujer del herrero, la señora del Mirlo, la cual es algo "especial". El acertijo, según doña Enriqueta, habla de una tal Susi, y como la señora del Mirlo se llama Susana, ese es el motivo de ir a verla. Pero sus esperanzas son vanas, y sale de la casa lo más rápido posible ya que de lo contrario su vida corre peligro. Mientras va por las calles del pueblo en dirección a la casa de don Perico, el cabrero del pueblo, se encuentra con el alcalde, don Pascual, y su mujer, la Pascualina, la cual, tropieza y cae de bruces. Una vez que entre doña Enriqueta y el alcalde consiguen poner en pie a la Pascualina, éste, en agradecimiento, la invita a cenar a su casa.




Entrega nº 6





-5-
Perico el cabrero

         Doña Enriqueta siguió, esta vez sí, su paseo. Ahora le daba vergüenza el haber preguntado nada a don Pascual y a su mujer sobre la venta de mejillones. ¿Qué habrían pensado? Lo que sí que no sabía era lo de que hacía tanto tiempo que estaba prohibido vender pescado en el pueblo. Llevaba seis años viviendo ahí y le extrañaba, la verdad, pero nunca preguntó por el asunto y nadie nunca le dijo nada. ¡Qué gente más rara, por Dios! ¡Qué paciencia y aguante había que tener!
         Recordó las palabras de don Elviro al marcharse de su casa diciéndole que el cabrero tenía una cabra a la cual llamaba Susana. Ella eso no lo recordaba aunque al cabrero no lo había visto nunca pero sí olido. Y muchas veces ya que cada vez que salía a pasear tenía que pasar por delante de su casa.
         Tal vez él supiera algo en relación con el acertijo. Si su cabra se llamaba Susana y él cariñosamente la llamaba Susi puede que la ayudara en sus dudas. No estaba segura de que esto fuera así pero si no iba a visitarlo no lo averiguaría.
         Tenía que pasar por delante de su casa así es que llamaría a la puerta. Ahora, eso sí, que no la viera nadie llamar. No por nada, pero mejor que no la vieran. Ella tenía cierta reputación y si la veían entrar podrían pensar lo que no era.
         El cabrero se llamaba Perico, y su casa consistía en una especie de caseta hecha de piedra y un patio amurallado que daba a la calle con una entrada sin puerta. Solo había unos palos cruzados.
         No tardó mucho en llegar a la casa del cabrero. Hacía ya un ratillo que el olor a chivo se hacía medio insoportable. Y eso que estaba en la calle. No quería imaginar lo que sería dentro de aquella caseta pero parecía que su destino era oler las podredumbres y malos olores de los demás. Así es que no le pasaría nada por oler un poco más a choto.
         Al llegar se aseguró que no hubiera nadie en la calle. Miró a los dos lados rápidamente y llamó. No contestó nadie por lo que llamó más fuerte. Al seguir sin contestar nadie intentó otra vez llamar con más contundencia. Esta vez aporreó la puerta repetidas veces y gritó suavemente para que nadie la escuchase.
         -¡Señor Perico, señor Perico! –insistió doña Enriqueta.
         Pero el cabrero seguía sin contestar. ¿Dónde leñe se habría metido el puñetero? A lo mejor estaba ordeñando alguna cabra. Iría a mirar al corral.
         Al darse la vuelta, de repente, como una presencia de ultratumba, vio una figura humana oscura que la estaba observando. ¡Era la misma señora que antes saludó mientras hablaba con el herrero! La miraba fijamente y sonriendo.
         -¿Qué hace doña Enriqueta?
         ¿De dónde habría salido aquella mujer? ¡Hace un instante no estaba! ¡Ella se había asegurado de que nadie la estuviera observando! ¿Qué que hacía? ¿Y a ella qué carajo le importaba? ¿Y cómo es que sabía su nombre? Porque ella no lo sabía. La había visto alguna vez pero no tenía ni idea ni donde vivía ni cómo se llamaba.
         -¿Busca al cabrero para algo? ¿Es que necesita verlo? ¿No le contesta, no?
         ¡Pero válgame Dios! ¿Sería posible lo curiosa que era aquella mujer? Le daban ganas de dar unas palmadas y decirle: ¡zape! Lo que tenía qué hacer era meterse en sus cosas y dejarla a ella con las suyas. A lo mejor si se hacía la sorda la mujer se iría por donde había venido y  no la molestaría más.
         -Si llama más fuerte tal vez le oiga. Él es duro de oído. ¿Quiere que llame yo?
         -No señora, no se moleste –le contestó por fin de mala gana doña Enriqueta –Seguramente es que no está.
         -Sí que está.
         -¿Cómo está tan segura, señora mía?
         -Porque nunca se va sin su chivo y éste está detrás suya –dijo la señora señalándolo.
         Doña Enriqueta se giró despacio y allí lo vio. Estaba justo detrás de ella, mirándola fijamente a los ojos.
         ¿Y semejante bicho que hacía allí en la calle? ¡Jesús, si parecía un búfalo, no una cabra! Encima la miraba mal y tenía una sonrisa sospechosa y estaba muy quieto. Se le notaba que tenía ganas de toparla. No haría ningún movimiento raro.
-¿De dónde ha salido éste animal? –preguntó angustiada doña Enriqueta.
         -Siempre lo hace. Cada vez que alguien llama a la puerta viene del corral a ver quién es.
         -¿Y usted cómo sabe todo esto? Yo es que he venido a por un poco de leche de cabra porque mi tía quiere hacer unos quesos. Es la primera vez que vengo. Alguien me dijo que su leche era de la máxima calidad, que no encontraría otra semejante por aquí.
         La señora no paraba de sonreír y de observar atentamente todos sus movimientos. A doña Enriqueta estaba a punto de darle un ataque de nervios. Encima de que era una metomentodo no hacía nada por quitarle a aquella cabra maloliente.
         -Llame más fuerte, hágame caso. Si tarda mucho puede que el choto la chotee.
         -¿Qué el choto me chotee? –preguntó con los ojos muy abiertos –ya podía chotearla a ella que así, a lo mejor, se le quitaba aquella cara de cebolla que tenía –pensó.
         Miró de nuevo al chivo. Este, sin apartar la mirada, agachó la cabeza. Doña Enriqueta llamó desesperadamente a la puerta porque sabía que si salía corriendo se llevaría un buen topetazo.
         -¡Abra, cabrero, abra de una vez! ¡Abra, por lo que más quiera!
         Volvió a mirar detrás suya y vio al chivo dispuesto a arrancar y a la mujer mirándolo todo. La so asquerosa estaba disfrutando de aquella escena. Ya tenía motivos para ir de chismorreos por todo el pueblo.
         Ella buscaba anonimato y como la embistiera el dichoso chivo se enteraría toda la comarca. Cosas así no eran muy comunes y menos que le pasara a una dama como ella.
         Como el dichoso cabrero no abría la puerta y el chivo ya iba a embestir cerró los ojos y arrugó la cara esperando el golpe. Apretó los dientes y las nalgas todo lo que pudo. La Gran Embestida era inevitable.
         De repente se oyó una voz dentro de la casa. Suponía que era la voz del cabrero porque parecían más bien gruñidos. Era un voz quebrada, como si tuviera una carraspera exagerada.
         -¿Quién llama? ¿Quién grita? –se oyó –¡La puerta abra que está trancada!
         Doña Enriqueta se quedó algo sorprendida de esa forma de hablar. ¿Había dicho trancada? Le recordó a su abuelo que tenía una manera de expresarse muy antigua.
         -¡Pase y no se asuste que no hay embuste!
         La viuda abrió poco a poco la puerta. Ésta chirriaba, como todas las puertas que se abrían poco a poco. De repente salió una nube negra de moscas que jamás había visto cosa semejante. Seguramente huían despavoridas.
         Alguien le había dicho en alguna ocasión que para acostumbrarse a los malos olores era mejor hacer una primera bocanada profunda y si se resistía y uno  no se desmayaba la siguiente respiración ya no olía nada o casi nada. Ella en casa de la adivinadora y con la señora del Mirlo respirar poco a poco no le había dado resultado así que lo intentaría de esta forma. Haría una gran respiración. Pero no le dio tiempo. Detrás de las moscas vino La Gran Peste Cabrina. Había escuchado hablar  de ella. La describían como lo peor que le podía ocurrir a una persona y que si por desgracia se olía después ya no se volvía a ser el mismo, que la vida cambiaba. Siempre pensó que todo era una exageración. De acuerdo que los malos olores podían producir náuseas pero ella estaba muy acostumbrada.
         Pero estaba muy equivocada. Lo primero que sintió es como si alguien le clavara un puñal en el estómago. Después como si alguien la quemara con una antorcha en la cara. También sintió como si alguien le diera un gran mordisco en mitad del… Fue tal el dolor que hasta se encogió. Luego notó como si alguien le arrancara todas las tripas con la mano y finalmente sintió como si alguien le estuviera soplando en el trasero.
         Pero esto último era real. Porque era el chivo. Y lo hacía muy interesado. Seguramente, al abrir la puerta doña Enriqueta y salir de golpe toda aquella esencia el chivo creyó que venía de ella y que estaba en celo.
         -Estoy atrapada, pardiez. Esto sí que no me lo esperaba –pensó muy afectada la viuda –Se complica el asunto.
         -Tenga confianza, que soy el cabrero Perico. Rico en formas y modos. Dos peludas orejas y codos. Dos bultos cate, os suplico. Soy de miembro porténtico con mirada y risa diabólica. Y aunque de creencia apostólica soy de aliento de mono auténtico.
         ¡Era trovador! ¡Por eso esa forma de hablar! Era cierto que había gente que no hablaba, sino que trovaba. Pero los que ella conocía eran trovadores auténticos los cuales iban por las ferias de los pueblos cantando sus cantigas, pastorelas, decires y zéjeles.
         -Discúlpeme, señor cabrero. Si en realidad no necesito nada de usted. Yo ya me marcho –se excusó doña Enriqueta poniéndose la mano en la nariz. Con la otra palpó por detrás y notó una gran cosa muy dura. Era un cuerno del chivo el cual seguía oliéndola y le empezó a dar pequeños empujones que la introdujeron más en la casa.
          Lo miró y vio, toda  horripilada, como levantaba el labio superior de una forma muy rara y sacaba la lengua hacia un lado con los ojos como en blanco. Y el chivo también.
         -Bien, aquí queden con Dios. Yo me marcho a mis labores –se oyó decir a la señora de la calle.
         Doña Enriqueta no sabía cómo salir de aquel embrollo. Al cabrero todavía no lo había visto pero notó su sombra al fondo de la caseta. Sus visitas de la mañana eran todas así; estancias oscuras malolientes y al fondo una figura que no se dejaba ver claramente al principio.
         -Enséñeme el busto, que así paso gusto. No sea mal educada que la tengo preparada –dijo el cabrero –Si quiere –continuó –el hocico arrimo con mucho mimo a su morera de color negrera. ¿Está ya tumbada?
         -¡Por Judas Tadeo y Judas Iscariote, el traicionero! –gritó sin poder evitarlo intentando al mismo tiempo quitarse al chivo de su lado más oscuro. Lo de morera de color negrera y lo de si ya estaba tumbada la asustó de veras.
           ¿Pero qué era todo aquello? ¿Quién era aquel hombre? Se había metido en la boca del lobo y no sabía cómo salir. Eso le pasaba por meterse donde no la llamaban. ¿Por cierto, qué era lo qué tenía preparada? Sería alguna cabra que estaría lista para ordeñarla. Aprovecharía para preguntar por sus cabras y así cambiar de tema y que no hubiera tanta tensión.
         -¿Quiere que con mucho ardiz use bien mi nariz? –preguntó el cabrero sin moverse.
         -¡Por todos los diablos de rabo largo! ¡Que esto no sea realidad si no sueño porque aunque mucho quiera y ponga empeño éste mal trago está siendo muy amargo! –suplicó doña Enriqueta.
         ¡Vaya, si había hablado en verso! Lo había hecho sin querer. Se le habría pegado de aquel engendro. Se acercaría un poco más para al menos ver cómo era físicamente y hacerle la pregunta.
         -Señor Perico, le confesaré la verdad. Venía para conocer a sus cabras. Me han hablado de una que se llama Susana. Tal vez esté interesada en comprársela pero antes me tiene que hablar de ella. Donde nació, cuanto pesó al nacer, quienes son sus padres, ya sabe, todo esa información.
         -Señora mía, yo también le confesaré la verdad. Estos versos siempre los digo a todas mis visitas femeninas cuando vienen por primera vez. Y si cae algo pues bienvenido. Lo que pasa es que nunca más regresan. Comprenderá mi necesidad entonces. Viene poca gente y menos mujeres solitarias –dijo el cabrero haciendo un ruido raro con la boca, rozando la lengua con el paladar, parecido a como cuando se arría a un animal de carga.
         -Espero que ese ruido lo haga con la lengua –pensó la viuda –Y vaya sorpresa. Sabe mantener una conversación normal por lo que parece.
         -¿En serio quiere comprar una cabra? –preguntó sorprendido el cabrero.
     Doña Enriqueta se fue acercando. Nunca pensó que se podía haber acostumbrado a aquel olor que había. Pero lo hizo. Tenían razón los que decían que si resistías la primera bocanada después te inmunizabas. Aunque ella pensó que había perdido el olfato para siempre.
       La figura del cabrero se fue haciendo más nítida. Por fin lo pudo distinguir. ¡Era más feo de lo que habría pensando jamás! ¡Y esa risa de baboso! ¡Por Dios que asco! ¡Los pocos dientes que tenía los tenía marrones y como podridos! Tenía cierta semejanza con el chivo, y no podría jurar que no fueran parientes.
         Pero reconocía que le había sorprendido. Era más profundo de lo que hubiese imaginado.  Y el olor del cabrero también. La vida daba sorpresas y ella lo hacía continuamente. Y ésta era una de ellas. ¿Dónde habría aprendido a hablar tan correctamente?
         -Don Perico ¿alguna de sus cabras tiene por nombre Susana?
         -¿Y ese interés por mi Susana? –preguntó el cabrero cambiando el tono de voz.
         Este era cariñoso y a la vez melancólico. Debía de tenerle mucho aprecio a esa cabra.
         -Es largo de contar. Solo dígame cosas de ella –¡Vaya –pensó –por lo tanto es verdad que tiene una cabra que se llama Susana!
         -¿Y qué le puedo contar, señora mía? –sonrió don Perico –Es la más bella de mis cabras. Estamos muy unidos y nos entendemos a la perfección. Ella me quiere como se debe de querer a pesar de mi ceguera.
         ¿Ceguera? ¡Ahora comprendía aquella forma de mirar! Lo que no terminaba de comprender era esa deformidad. Era como chepado pero sin chepa. Al principio cuando lo vio en la oscuridad pensó que estaba sentado pero ahora que lo veía bien se dio cuenta que era así de bajo. Y por eso no se movía del sitio, porque no veía ni torta. Por cierto… ¿a qué se referiría con lo de que su cabra le quería como se debía de querer?
         -Soy ciego de nacimiento –continuó –Pero no necesito de la vista para oler a una buena hembra. Como estamos de confesiones le diré que cuando conocí a Susana su aroma me impregnó y quedé prendado de ella. No supe que era una cabra hasta pasados unos días pero eso ya daba igual: Cupido había hecho su trabajo.
         Mientras el cabrero iba hablando la cara de doña Enriqueta iba cambiando. Solo imaginarse a la cabra y a don Perico juntos en el lecho conyugal hizo que los dedos gordos de los pies le hicieran unos movimientos muy extraños hacia los lados. Lo de “Cupido había hecho su trabajo” hizo que por un momento se marease.
         La viuda volvió a mirar a la cara del cabrero porque no se terminaba de creer lo que acababa de oír. Le vinieron unas pequeñas arcadas que pudo controlar.
         Volvió a notar un aliento en su trasero. ¡El chivo! ¡Ya ni se acordaba de él! Había que ver que cuando uno se acostumbraba a algo ya ni echaba cuentas. Intentó apartarlo con la mano pero éste no cejaba en su empeño. Ahora empezó a darle pequeños topetazos y seguía subiendo el labio superior y oliendo en el aire y sacando la lengua a un lado.
         -¿Y podría verla, si no es mucha molestia? Me gustaría ver como es. Sé que le parecerá raro pero es muy importante que la vea. En realidad no sé por qué es importante pero quiero verla.
         -Señora, está detrás suya. Su olor es inconfundible. Siempre que recibo visita mi Susana la recibe. Ella es muy cariñosa y educada.
         Doña Enriqueta volvió a mirar por todos lados. Allí solo estaba el chivo. Tal vez la tal Susana estaba en algún rincón. Ya no estaba segura de nada.
         -Perdone –sonrió forzadamente –yo hablo de una cabra hembra. ¿Puedo verla?
         -Jamás me ha fallado mi olfato. Mi Susi está detrás suya. Se lo demostraré.
         El cabrero hizo unos ruidos con la garganta y chascó los dedos. Inmediatamente el animal se dirigió al hombre. Éste lo cogió por las patas traseras y lo empezó a palpar. Se arrimó un poco y aspiró con fuerza.
         -¿Lo ve? ¡Es mi Susana! –dijo el cabrero muy orgulloso –Yo no he visto cosa igual. Es femenina y hembra entre las hembras.
         -Yo tampoco he visto cosa igual, se lo prometo –dijo doña Enriqueta con voz baja y verdaderamente horripilada.
         ¡Hembra entre las hembras había dicho! ¡Pero si era un chivo, un macho cabrío y de los buenos! ¡Era lo más desagradable que había visto hasta la fecha! No quería seguir mirando pero no podía apartar la vista.
         No deseaba quitarle la ilusión al cabrero con su amada. Bueno, su supuesta amada. Ya había visto suficiente y hora era ya de marcharse. Un minuto más allí y fallecería.  No quería saber más de cabras, ni de cabreros ni de chivos salidos, ni de acertijos, ni de Susanas ni de nada.
         -Señor cabrero, me acabo de acordar. Tengo que irme sin más dilaciones. Gracias por todo. Ha sido muy amable.
         Doña Enriqueta se dio media vuelta y se apresuró a salir de aquella vivienda tan pestilente. Le iba a costar mucho olvidar todo aquello. ¡Vaya manera que había tenido de perder el tiempo!
         En cuanto la viuda se dirigió a la puerta el chivo salió detrás de ella. Pero el cabrero la tenía bien agarrada de las patas traseras y no la dejó marchar.
         -¿Dónde vas, morena mía? Ven aquí que te acaricie entera. ¿Sabe, señora? Yo intenté que el cura nos casara. Pero no fue posible. Me dijo que era Satanás y que rezara cuatro padrenuestros y cinco avemarías. ¿Aunque ya que importa?
         -¡Por Santa Justa Violata! –exclamó doña Enriqueta –¡Por Cristo y San Benigno! ¡Por Satanás y el Maligno! ¡Si gruñe y hace ruidos como una rata!
         Era lo que le quedaba por escuchar. Aquel hombre estaba completamente loco. Lo de hablar correctamente la había engañado por un momento pero ahora se daba cuenta que era un animal salvaje y que más valía poner pies en polvorosa.
         El chivo hizo fuerza para deshacerse del cabrero pero éste le agarró con  más fuerza. Forcejearon un rato hasta que el desespero del chivo por seguir a doña Enriqueta hizo que éste le soltara una patada en toda la cara. Lo hizo con tal fuerza que lo tumbó boca arriba. No hubo ni gritos ni lamentos. Simplemente cayó al suelo. El chivo se revolvió y lo embistió unas cuantas veces. Y lo hizo con rabia, como si llevase mucho tiempo desear hacerlo. Paró un momento y se quedó mirando el cuerpo y le dio otros cuantos topetazos más. Después salió corriendo de la casa a toda velocidad.
         Ella haría lo mismo. Saldría huyendo sin mirar atrás. Era lo mejor. Demasiadas impresiones en muy poco tiempo. ¿Y total para qué? No había averiguado nada acerca del acertijo y solo había conseguido conocer peligrosos nuevos olores. Se juraba a sí misma que jamás contaría a  nadie lo que le acababa de pasar.
         Salió de la casa mirando antes de que no estuviera el chivo ni hubiera nadie por la calle. Cerró la puerta con cuidado y se dirigió calle abajo como si no hubiera pasado nada. Incluso sonrió forzadamente para no pensar en lo sucedido. Intentaría que no se le notara en la cara, así evitaría preguntas engorrosas.
         Daría la vuelta por la siguiente calle y se dirigiría a descansar un rato a su casa. Necesitaba tumbarse y dormir un poco. No comería, no podría hacerlo después de ver lo que vio en casa del cabrero. Esperaba que éste se encontrara bien porque los topetazos del chivo habían sido impresionantes. Parecía que lo hacía con saña como alguien que está siendo sometido todo el tiempo y al final estalla en un ataque de ira. Pero es que también, por donde lo cogía el cabrero y lo que le hacía, no había quien aguantara eso. Aunque él dijo que llevaban así varios años.
         -¡Pobre chivo! –pensó muy angustiada –¡Lo que ha tenido que aguantar el pobre bicho! Ahora entiendo esa forma de cornearle. ¿Y la patada? ¡Por Dios qué patada le ha soltado en toda la cara! Hasta a mí me ha dolido. Se la ha dado de golpe, en seco. Lo que me extraña es que el cabrero no ha dicho ni pío. En fin, cuando se despierte del golpe no sabrá ni qué ha pasado. Ahora necesito descansar y lavar bien toda mi ropa y asearme yo para quitarme este olor.
         A los pocos minutos llegó a su casa y de forma inusual no se encontró a nadie por la calle, por suerte para ella, y por suerte para la otra persona; olerla no hubiese sido nada agradable.
         Después de poner su ropa en agua hirviendo y de bañarse con jabón durante un buen rato se metió en la cama a descansar. ¡Qué placer poder dormir la siesta! Intentaría olvidarse de todo. Lo necesitaba.


Próxima entrega: Capítulo Segundo (-1- Don Pascual habla con su esposa de la cena)